Quizás la grandeza de Stoner” es la de enfrentarnos a nuestra irredimible insignificancia: a lo poquísimo que es una vida, y lo bestial y atronadoramente hermoso que es también cada instante de esa vida, de esa deriva a la nada, si el espejismo de la eternidad de la palabra es perpetrado con maestría. Sí, como fue dicho muchas veces, Stoner” es de esas novelas de las que podemos decir que no pasa nada, pero pasa todo, y que cada cosa que pasa suma al final nada, o tan poco (tan humanamente poco), pero ese poco es inmenso porque es todo lo que tenemos y todo lo que hay.
Stoner”, la novela de John Williams, cuenta la vida de William Stoner, una vida modesta, olvidable, carente de heroísmos y llena de momentos anti-literarios. Es granjero, estudiante en la facultad, luego profesor en esa misma facultad, se casa, tiene una hija, muere, etc. Y, sin embargo, la épica de una vida sin épica es avasallante.
Lo leí con escepticismo. Le gustaba a demasiada gente y yo quería que no me gustara. El libro venía con una recomendación de Tom Hanks, y yo no quería estar de acuerdo con Tom Hanks. La prosa de Williams destrozó todas mis defensas, y no pude erigir ni un solo argumento en su contra (hallé ciertos adjetivos abusados, ciertos recursos previsibles: todo queda disculpado por la grandeza que imantaba cada página). Me decidí a escribir este artículo a riesgo de que Tom Hanks se entere de que tiene razón y a pesar de que miles han escrito ya una oda a Stoner”: supongo que es culpa de Descartes: el aroma de la flor no duerme en la flor sino que nace en el contacto de quien se acerque y se detenga en ella.
Entonces, este es mi Stoner”. Sufrí, lloré, grité y fui interpelado como pocas veces fui interpelado por un texto: odié a Edith, la mujer de Stoner y odié a Lomax, su rival en la facultad, y me desoló la separación de Stoner y Katherine (qué breves son en verdad las horas de dicha), pero sobre todo lo que me dolía era mi propia futilidad reflejada en la delicada tristeza con la que pasaban los detalles, que, en suma, son una vida, y que al mismo tiempo no importan, pasan y caen en la nada casi en un mismo movimiento.
Qué intenso, absurdo, insignificante, glorioso y triste es estar ahora acá.
Es bello el daño que hace Stoner”. Es una herida que atesoro. Todos los días me muero un poco por boludeces; pero lo desoladora e inmensamente insignificante que me hizo sentir Stoner fue significante para mí: fue una tristeza tan íntima que me devolvió a mí, y me hizo ver que hacía mucho que había estado lejos, entorpecido por inmediateces y circunstancias que me impedían saborear mi fragilidad, mi declive, mi débil resistencia ante la eternidad que acecha.
¿Por qué amamos a Stoner”, si es la vida de un tipo cualquiera, sin heroísmos, sin épica? Bueno, porque es fácil de amar. Porque lo que amamos de Stoner no es a Stoner (el impacto de los sucesos es un efecto secundario), sino otra cosa: los eventos de la novela -nimios, insignificantes, baladíes, diría Borges- son el escenario perfecto para que entre a escena nuestro verdadero amor: la literatura.
Es la literatura lo que amamos en Stoner, porque brilla fingiendo la lejanía de sí misma: es la forma en que está contada, es la estructura, es el modo y es el tono. Hay quien pueda pensar que una novela en la que pasan muchas cosas, y sobre todo cosas importantes es una novela demasiado ruidosa, en la que la especificidad de la literatura tiene que negociar con una feliz administración de los sucesos. Aira lo ha dicho muchas veces, refiriéndose a su propia literatura: es vano ser complejo en todas las áreas, la complejidad del lenguaje vuelve incomprensible la trama, los excesos en la trama fuerzan al lenguaje a una mera comunicación. Sin un cierto equilibrio, el texto sufre y la música no marida con las cosas.
Yo leí Stoner” como si alguien me lo susurrara al oído. Quizás porque creí que las cosas que pasaban se parecían a mi idea de las cosas que pasan en las vidas que nadie se molestaría en contar: quizás me hechizó porque me pedía la atención que se otorga ante la confesión de un secreto.
Este procedimiento no es inocente. Es el brillo de la fuerza de la literatura, que une con gracia la dispersión de sucesos y sonidos. Es tan fuerte ese brillo en Stoner”, que parece que pudiéramos poner el dedo sobre la página y tocar algo sagrado. No detenerse en esta novela es una irresponsabilidad.