Después de haber narrado su infancia en «Corazón que ríe, corazón que llora», la escritora guadalupeña Maryse Condé retoma su juventud en «La vida sin maquillaje», un relato que desentraña acontecimientos personales pero que también puede ser leído como una crónica sobre las realidades de distintos países de África que va dando lugar a la voz de una autora para quien la literatura es habitada como una toma de posición política.
Condé (Guadalupe, 1937) ganó en 2019 el Nobel de Literatura Alternativo, galardón ideado por un grupo de escritores, bibliotecarios y artistas suecos cuando la academia no falló en 2018, y es autora de una obra sobre cultura, raza y género que se inicia con la publicación de la novela «Heremakhonon» en 1976 y que incluye libros como «Segu», «La Migration des coeurs» (una reescritura de «Cumbres borrascosas») y «Desirada».
Editado por el sello Impedimenta y con traducción de Martha Asunción Alonso, «La vida sin maquillaje» comienza con una pregunta de Condé por las autobiografías y por qué suelen desembocar en lo que ella denomina «un amasijo de medias verdades». A pesar de las contradicciones o reservas que reconoce que impone el género, se decide a continuar sus memorias asegurando que siempre sintió pasión por la verdad.
Si al principio deja constancia de su vínculo con la escritura al asegurar que no fue una escritora precoz y que se pudo poner a escribir recién cuando dejó de «tener tantos problemas» y pudo reemplazar «los dramas de verdad» por los «de papel», en el desarrollo del libro está esa etapa en la que recién comienza a disponerse a escribir.
¿Por qué? Porque en esta segunda parte de sus memorias están sus años previos a ejercer su rol de escritora de manera decidida. A lo largo de las páginas acompañamos a la autora en sus conflictivas estadías en París, Londres, Ghana, Guinea, Costa de Marfil, Benín y Senegal en las que se enfrenta a rupturas amorosas que incluyen engaños y abandonos.
Pero Condé también se anima a complejizar su maternidad, en algunos casos no deseada, a través del relato de las condiciones de nacimiento de sus cuatro hijos con los que vive distintas etapas de los procesos revolucionarios africanos y a los que cría con otros, amigos, compañeros o parejas que no siempre considera las mejores opciones pero con las que rompe siempre ante la violencia.
Lejos de la autocompasión, Condé hilvana su vida con franqueza pero se apoya en el humor y en su gran capacidad de entusiasmo y proyección para narrar los acontecimientos que incluyen su involucramiento en los procesos revolucionarios y también el abandono de los padres de sus hijos, el engaño o el hambre.
En un momento dice haber entendido que «para descifrar las sociedades africanas, era preciso poder conversar con ellas» y son las diversas etapas de esa conversación las que se despliegan en este libro.
A través de esa conversación la autora logra sostenerse en una red de vínculos y amistades que acompañan su vida y hasta logran brindarle, en algunos casos, hogares para vivir temporalmente con sus hijos, y es esa red la que además le permite mantener viva la circulación y recomendación de lecturas con las que va dando lugar a su encuentro con la escritura.
Sin embargo antes de ese encuentro con el oficio de escritora, están sus clases y su rol como profesora, que le permitió ganarse la vida y entusiasmarse con las lecturas y los análisis literarios ante distintos grupos de alumnos, quienes comienzan a buscar asistir a sus clases de manera insistente.
«Mis clases comenzaban a parecerse al foro de ideas en que llegarían a convertirse más adelante», cuenta sobre su experiencia docente en el Ghana Institute of Lenguages, institución en la que advierte por primera vez el reconocimiento de los estudiantes ante su asignatura.
El mapa de lecturas que la apasionan y con las que atraviesa sus días se compone de «La aventura ambigua», de Cheikh Hamidou Kane; «Cumbres borrascosas», de Emily Brontë; «El zorro pálido», de Marcel Griaule; «Una temporada en el Congo» o «El cuaderno de un retorno al país natal», ambos de Aimé Césaire.
En este entramado aparecen sus discusiones y debates en cenas o espacios sociales en los que se encuentra hablando para interpelar y marcar sus posturas ante la injusticia y la desigualdad. «Yo ignoraba que, junto con el de la libertad, estaba iniciándome en un nuevo aprendizaje: el de expresar mis ideas» escribe en una de las páginas como quien se encuentra sorprendida iniciando un nuevo camino que se torna irreversible. De esta manera van apareciendo sus espacios silenciosos construidos para la escritura, esos ratos ante la máquina de escribir en los que relata cómo encuentra una pasión con la que en un momento decide que «iba a alimentar a cuatro niños».
La autora de «La vida sin maquillaje» enseñó durante décadas literatura francófona en la Universidad de Columbia, en Nueva York, y presidió el Comité por la Memoria de la Esclavitud, en Francia. Esa tarea se materializó en la ley que reconoce la esclavitud como un crimen contra la humanidad.
La impulsora y creadora del Premio de las Américas Insulares y Guyana, que reconoce cada año al mejor libro del panorama antillano, reside hoy en un pueblo de la Provenza francesa junto a su marido, el traductor Richard Philcox.