Esta semana presenté un nuevo libro de relatos de dos escritores amigos, José Ortega y Marcos Speranza: “Dominio imperfecto”. La hechura de esa pieza literaria casi perfecta que es el cuento suele ser un hecho solitario. La novela, con sus múltiples voces y escenarios da la idea de una participación plural, actores diversos que inciden en la polifonía que luego asume el autor. También la participación de varias manos ha sido un recurso frecuente en la poesía, Y también la participación de varias manos ha sido un recurso bastante frecuente en la poesía, tanto en la popular (como, por ejemplo, los poemas del “Cante Jondo” recopilados por Federico García Lorca de la tradición oral andaluza, de autores anónimos, o sea, colectivos), hasta la poesía culta, como los juegos de “cadáveres exquisitos” tan recurridos por las vanguardias modernistas.
No así el cuento. Esa pieza exquisita de la narrativa, que ha encontrado en el idioma español y en la tradición rioplatense unos ámbitos fructíferos, en su brevedad necesaria y condicionada parece no admitir más que una imaginación y una pluma individual. El escritor de cuentos se asume como un relator distante, despegado del escenario, casi un observador de la historia que crece en la página de su cuaderno o en la pantalla de su computadora. (Esta imagen no se aplica a la llamada “literatura del yo” tan en boga, ejercicios catárticos donde narrador y narración son la misma cosa).
En el cuentista que se concibe como un vehículo material de la historia que pide ser contada, me parece que se aplica aquella imagen utilizada por el maestro Borges para definir qué cosa diferente es un cuento: es como una isla vista en perspectiva de lejanía, decía el Gran Ciego, sabés dónde comienza, sabés dónde termina, e ignorás lo que hay en medio de esos dos puntos relativamente cercanos entre sí.
Aunque hay excepciones, y el mismo Borges participó de una de ellas cuando, con su amigo Bioy Casares, dio vida a H. Bustos Domecq para que firmara los cuentos que escribían a cuatro manos. Aquí, entre nosotros, podemos disfrutar de otra de esas raras oportunidades en que un quehacer, solitario por definición y por tradición, intenta caminos transversales, atípicos. Y el resultado es más que interesante. José Emilio Ortega y Marcos Speranza no se han dado a parir un tercer autor, “sintético”, de la labor escritural de ambos, sino que (con la sola excepción del primer relato, que da título al libro), en una vuelta de rosca nos presentan un libro “sincrético”: una volumen que encuentra su propia unidad generada por dos autores que conservan, cada uno, su individualidad, pero que recién la anotan, como un dato accesorio, como una simple y marginal aclaración de créditos biblionómicos, en la página final, cuando ya todo el libro ha transcurrido sin que nos hayamos detenido a diferenciar quién narra qué.
El resultado de “Dominio imperfecto y otros cuentos” es muy interesante. Cuando recibí el libro vi la notita con la asignación de las autorías y decidí ignorarla: leería primero los cuentos y vería si lograba identificar qué trozo correspondía a qué mano. Y uno de los placeres que depara este libro es que esa curiosidad inicial se ve desplazada por los propios cuentos: son ellos los que copan el protagonismo y el interés.
En el medio de la lectura, cuando me percaté de este fenómeno, me acordé de las veces que hemos discutido, con les amigues y colegues escritores el peso desmesurado, ficticio también él, que ha asumido la firma del autor literario en la modernidad. Un camino que comienza en el cero (los textos poéticos y narrativos, como recuerdo arriba, eran anónimos, o sea, propiedad de la comunidad, hasta tiempos relativamente cercanos), y que parece no tener techo, ya que algunos escritores de éxito parecen hoy compartir el status social de una estrella de rock o de un jugador de futbol de las grandes ligas. Muchas veces, inclusive, por sus posiciones extra literarias, o independientemente de la poca o mucha lectura de su obra (como los casos de Vargas Llosa, con su militancia liberal antipopulista; o Claudia Piñeiro, con su participación feminista en el debate del aborto, por poner dos casos muy diferentes). Frente a esa tendencia a sobredimensionar la firma, Ortega y Speranza supeditan las suyas a la eficacia de los textos. Y aciertan.
A diferencia de una novela, no puedo en una presentación del libro internarme en los argumentos de los once cuentos que integran “Dominio imperfecto”. Porque, como dice Almudena Grandes, si cuentas el cuento matas el cuento. Pero sí me gustaría remarcar aún un tercer elemento que destaca en este breve pero intenso volumen. Más allá del experimento formal de la relativa disolución de la figura del autor individual, y del acento eficaz del tono circunstancial, apoyado en una redacción que sabe de qué está hablando, estos cuentos contienen también la sana tensión de la crítica. En un momento en que debatimos la gravedad de la violencia de género, un cuento con un depredador sexual retrata, con ironía, un personaje de esa jungla; los espacios académicos, tan acartonados, son incisivamente diseccionados en algunas de sus partes; también los derechos de autor, las originalidades, las copias y las falsedades; la impunidad del poder; el desgarramiento de las drogas; la sobrevivencia de ritos indígenas ancestrales en contemporáneos nuestros; y el escenario ampliado de esa América latina que nos rodea, nos nutre, nos interroga y nos ocupa.
Y, para que sea un libro anclado en el escenario latinoamericano, las historias que cuenta son desafiadas por la magia y la presencia de lo extraordinario. Una recomendable lectura.