Estoy convencido que en algunas décadas, cuando se escriban los capítulos de la historia de este tiempo que es nuestra contemporaneidad, se hará evidente que el trato que Occidente le dio a Turquía constituyó una de las grandes oportunidades perdidas.
Antes de que el nuevo sultán” de Estambul, el presidente Recep Tayyip Erdogan, consiguiera concentrar la suma del poder público, como está pasando hoy, el primer gesto fue tender la mano a Europa y solicitar la entrada. Era el momento preciso y debería haberse dado. Erdogan, junto a su socio en el islamismo moderado”, Abdullah Güll, habían logrado conjurar la sucesión de golpes militares que se sucedieron sin interrupción desde que Mustafá Kemal, Atatürk, terminase con el decrépito califato otomano y fundara la república laica y moderna. Los militares habían sido despojados; Turquía había sido parte de la Otan durante la Guerra Fría y había demostrado ser un tapón al expansionismo soviético; su participación era crítica para ordenar los flujos migratorios; podía jugar un papel estratégico en el diálogo con los países musulmanes y con Israel; y tenía la capacidad de frenar la locura terrorista del salafismo islamista. Esos factores ofrecían el menú ideal para su incorporación a la Unión Europea (además de la obvia nota geográfica: que una parte de su territorio es tierra europea).
Turquía quiso, pero Alemania tuvo miedo de que, con esa enorme población de más de 70 millones (90% musulmanes), las balanzas de los delicados equilibrios europeos se quebraran. Y Alemania dijo no. Y detrás de su poderosa voz, todos los demás: Turquía se quedó afuera, y Occidente perdió una de las grandes oportunidades de construcción de comunidad internacional de nuestra época.
Desde entonces, Recep Tayyip Erdogan se ha ido corriendo hacia la derecha y hacia la religión, en una marcha lenta pero sin pausa. Y le ha hecho saber a Europa que ahora ya no quiere nada con ella, ni entrar a la UE ni ninguna otra cosa: ni coordinar nada respecto de la Libia post Khadafi, ni frenar a las ingentes oleadas de refugiados, ni hacer de mediador con los demás países árabes y musulmanes. Y como también ha quedado claro estas semanas, tampoco está dispuesto a compartir con la vecina Europa los recursos económicos del Mediterráneo.
A diferencia de los años finales del siglo pasado, ahora no es Alemania la que encabeza el frente más beligerante contra los turcos, sino la Francia de Emmanuel Macron. París ha alentado unas maniobras militares conjuntas en el mar que baña las costas turcas, y ha arrastrado con ella a Italia y a los dos enemigos jurados de Turquía: Grecia y Chipre.
Hace pocas semanas, Recep Tayyip Erdogan dio un paso más hacia la reislamización al volver a convertir en mezquita a la vieja catedral bizantina de Santa Sofía, que, con el nombre de Hagia Sofía”, se mantenía como un lugar desacralizado y patrimonio cultural universal en el centro de Estambul. Pueden leerse las maniobras militares europeas como una demostración de fuerza simbólica contra esa condenable acción unilateral del vecino-adversario, pero sería un análisis incompleto. Porque el fondo de la cuestión también es económico: en la cuenca del Mediterráneo donde Macron ha lanzado las maniobras hay gas, y ese gas Erdogan piensa explotarlo y utilizarlo en refinerías turcas.
Como ahora Twitter ha venido a ocupar el lugar del púlpito de mármol verde de la Asamblea General de la ONU, la ministra de Defensa de Macron, Florence Parly, utilizó un simple tuit para advertirle a Erdogan que ni piense en quedarse con el gas del subsuelo de la plataforma submarina: El Mediterráneo oriental se transforma en un área de tensiones. El respeto del derecho internacional debe ser la regla y no la excepción. Con nuestros socios chipriotas, griegos e italianos hoy emprendemos un ejercicio militar con medios aéreos y marítimos. El Mediterráneo no puede ser un terreno de juego para las ambiciones de algunos”.
Macron cree que mostrándole los dientes a Erdogan puede llegar a doblegarlo. No tiene ni idea, qué poco conoce al nuevo sultán”: así no solo no lo debilita, sino que le da las justificaciones que le faltaban para poner a Europa en la mira de sus cañones. Están abriendo las puertas de su ruina”, contestó Erdogan a la francesa.
Qué tiempo más ingrato, el de las oportunidades perdidas.