En estos raros días nuestros se ha puesto de moda hablar de “grieta”, en referencia a la separación entre concepciones del mundo; separaciones que, a pesar del asombro de tantos recién llegados, han sido esperablemente lógicas en las sociedades occidentales desde la modernidad. El tema no es su novedad, sino la búsqueda de disolverla a través de supuestos “consensos”, o grandes acuerdos que conciliarían, bajo la paz y la misma bandera, a los que piensan que ésta debería ser blanca y a aquellos que piensan que debería ser negra (o roja, o azul o lavanda, por decir algo). Pero esa forma de razonar, por pacifista y civilizada que se presente, es profundamente anti democrática, porque la razón de ser de un sistema político abierto es ofrecer alternativas diferentes, en concurrencia competitiva, para que sean las mayorías las que decidan cuál de ellas se asumirá como regente. Para que el juego de mayorías y minorías puedan articularse en un conjunto representativo, las opciones deben ser múltiples y bien distintas; la búsqueda de consensos, aunque su enunciación posmoderna la presente como una superación de enemistades antiguas, relativiza la capacidad de opciones diferenciales, y por ello atenta contra la calidad democrática de todo el sistema.
Eso, en una sociedad democrática. Porque la otra superación de las diferencias es el ejercicio de la autoridad. Un ejemplo rotundo de esta vía ha sido la manera en que la iglesia católica cerró la “grieta” que se había abierto con la teología de la liberación. En febrero de 2019 Silvio Báez, obispo de Nicaragua, se postró ante la cama en la que convalecía el poeta Ernesto Cardenal y le pidió su bendición. El suspendido sacerdote nicaragüense tiene 94 años, un fotógrafo estratégicamente ubicado a los pies de la camilla tomó la imagen que recorrió el mundo.
El gesto de monseñor Báez estuvo destinado a los sectores conservadores, que ven en Cardenal a un traidor, por haber apoyado a la revolución del Frente Sandinista de Liberación Nacional, como ministro de Cultura, de aquel Gobierno de Reconstrucción dirigido por el mismo Daniel Ortega que hoy conduce, desde una perspectiva tan diferente, los destinos del país. Cuando la Revolución Sandinista comenzó su deriva autoritaria, el propio Cardenal se convirtió en un crítico ácido de ella, y fue condenado por ambas actitudes: por la derecha, por revolucionario; por Ortega, por criticarlo. El gesto del obispo cierra un viejo entredicho: la “grieta” del involucramiento de la iglesia en los procesos sociales y políticos.
En 1983, en ocasión de la accidentada visita del papa Juan Pablo II a Nicaragua, quedó registrado el momento en que el sacerdote poeta y ministro se quita la boina negra, se arrodilla, y antes de poder saludarlo comienza a recibir una dura reprimenda del pontífice, que con el dedo índice extendido lo amonesta largamente, antes de retirarse sin permitir que Ernesto Cardenal diga una palabra. Karol Wojtyla centraba su atención política en el líder polaco Lech Walesa y el sindicato Solidaridad. Con esa mirada aterrizó en América latina y aplicó sus claves de lectura de la cruzada anticomunista a la revolución sandinista, ya que ésta se reivindicaba socialista y de inspiración marxista. El papa orientó su magisterio a separar aquellos ámbitos: catolicismo y marxismo eran incompatibles. Pero se encontró que en Managua el pueblo, profundamente católico, le hacía frente con una respuesta colectiva que lo desencajó. Fue uno de los momentos más difíciles vividos por la diplomacia papal fuera de Roma, que incluyó el riesgo físico de la persona del pontífice.
“¡Queremos la paz!”, comenzó a gritarle al papa una multitud de medio millón de personas en Managua. El cántico establecido era “Queremos al papa”, pero este libreto oficial fue rápidamente ahogado, como el escenario visual, donde se habían previsto banderas amarillas y blancas: éstas desaparecían y eran reemplazadas por una inmensa y continuada mancha roja y negra, el emblema revolucionario sandinista. A medida que Wojtyla avanzaba en su discurso aumentaba el clamor contestatario, interrumpiéndolo una y otra vez, hasta que el carácter eslavo de Juan Pablo II se alteró, y con una mirada de ira el papa exigió, a los gritos, silencio. No lo consiguió. El cardenal Obando subió al papa en un auto y lo llevó de urgencia al aeropuerto; Wojtyla hizo todo el viaje sin decir una palabra (relató luego el chofer) y subió al avión descompuesto de rabia. En este contexto debe enmarcarse la recriminación que el papa descargó sobre Ernesto Cardenal, que al año siguiente fue suspendido del sacerdocio, a divinis.
El poeta nicaragüense supo que la censura llegada desde Roma hacía, en su persona, un caso ejemplar. Como el silencio impuesto al brasileño Leonardo Boff, el papa y el entonces cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, querían dejar claramente asentada la admonición política, doctrinaria y pastoral a la teología de la liberación. Juan Pablo II reinaría otros 22 años, y tras su muerte llegó Ratzinger, aquel prefecto del antiguo Santo Oficio de la Inquisición que había redactado la suspensión a divinis. De esta manera, hasta la renuncia de Benedicto XVI, en 2013, Ernesto Cardenal no pudo aguardar ninguna posibilidad de que Roma volviese a abrir las puertas, como no se las había abierto a ninguno de los otros referentes de la teología de la liberación.
Hasta ahora. Este año, en una carta personal, el papa Francisco le comunicó el levantamiento de la suspensión a divinis impuesta por Wojtyla y Ratzinger hace más de 35 años. Unas horas después de la carta del papa Bergoglio se tomaba esa fotografía, donde monseñor Báez, arrodillado ante la camilla de Ernesto Cardenal, le dice: “Padre Ernesto, le pido su bendición como sacerdote de la iglesia católica”. La “grieta” abierta con la teología de la liberación se cierra, por vía de la autoridad, con esta foto.