La paz en América latina, entre retórica y realidad

La paz en América latina, entre retórica y realidad

El 26 de septiembre de 2014, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) proclamó a la región como “Zona de Paz”. Esta organización fue creada en 2011, con la finalidad de favorecer el diálogo y la concertación política, en aras de lograr el desarrollo social y ser una comunidad de naciones con una voz unificada. El objetivo en aquel entonces era el de revelar al mundo la capacidad de una región en desarrollo de lograr la solución de los conflictos mediante la “Cultura de Paz”, promovida por Naciones Unidas, y que da cuenta de la utilización de valores, actitudes y comportamientos que rechazan la violencia.

Claramente la retórica discursiva dispuesta en esos años daba muestra de los principios que subyacen a la organización, y por ello al de los países signatarios. Desde aquel entonces hasta hoy parecería que la región en su totalidad y cada país en particular han retrocedido en el cumplimiento de sus fines. Para poder entonces entender este fracaso histórico, es necesario comprender que es lo que realmente implica el desarrollo social. Una definición bastante sensata la conceptualiza como la capacidad de “poner a la persona en primer lugar” en los procesos de desarrollo asegurando la inclusión social y la rendición de cuentas por parte de las instituciones a los ciudadanos. De esta manera, el punto de análisis e inflexión se sitúa, en primer lugar, en el rol que la persona de manera individual y colectiva ocupa en una nación, en una región y en el mundo. Y en segundo lugar, quienes son los beneficiarios del complejo aparato gubernamental de los Estados.

En la actualidad, después de ocho años como “región de paz que rechaza la violencia” se puede poner en duda la labor de la CELAC y de cada uno de los países que supuestamente trabajaron en aras de lograr un desarrollo social y la no violencia como premisa de inserción al mundo. Realidad que hoy ya no puede ni siquiera construirse de manera discursiva, porque la paz no puede convivir con la violencia, y la no violencia no puede existir con la desigualdad.
El deterioro de la paz en Latinoamérica es producto de una extensa cantidad de eslabones que hacen a una cadena infinita de problemas estructurales. Chile es el ejemplo latinoamericano que da muestra de cómo se puede sostener el statu quo de una desigualdad creciente, en un modelo económico que jamás tuvo a la persona humana como indicador principal de éxito o fracaso de las políticas implementadas, sino que, por el contrario, logró sostener el crecimiento mediante una marginación creciente, sostenida por la pasividad de su pueblo.

Bolivia, lejos de lograr el desarrollo social, se sacude en un círculo de violencia que no favorece el diálogo, o la solución pacífica, del conflicto que enfrenta a los sectores que dicen basta a las reelecciones indefinidas. Perú, cruzada transversalmente por una corrupción desmedida, que ha llevado a que todos los ex presidentes, desde Fujimori (1990–2000) hasta Ollanta Humala (2011–2016), hayan sido encarcelados o tengan causas judiciales abiertas.

Ecuador, país en el cual la quita a un subsidio al diésel y gasoil ha movilizado a centenares de miles, que han salido a manifestarse por los recortes en las políticas fiscales que cada vez más dificultan la situación económica de toda una nación.

Nicaragua y Venezuela representan hoy los dos países con mayor cantidad de exiliados. Personas que han dejado sus hogares y sus familias por la represión y la intolerancia. Brasil, lidera el ranking mundial por mayor cantidad de pérdidas humanas por crímenes con armas de fuego. Al igual que México, Colombia, Venezuela y Guatemala.

Estos escenarios también repercuten en una Argentina en transición, donde la pobreza y la inflación se han afianzado como una enfermedad crónica, sin que exista una receta que permita encaminar a la población hacia un desarrollo social real. Frente a este panorama, amerita reflexionar sobre cuál es la verdadera crisis que afecta hoy a América latina, puesto que parece ser que lo que está en juego en la actualidad no son los valores que inspiran el desarrollo social, sino el compromiso que se asume (o no se asume) para lograr ese objetivo.

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