Como a todos los números, al ocho también se le ha otorgado un significado simbólico. Según la numerología esotérica, el número ocho significa el inicio de los buenos tiempos y la justicia. Después de los siete días, el ocho comienza una nueva semana. Para los pitagóricos era el número de la armonía, la solidaridad y el equilibrio. Colocado de forma horizontal sabemos que representa el infinito.
Pero en la Argentina actual, el número ocho parece haberse vuelto de golpe, en los dos últimos meses, un símbolo de la desarmonía, el desvío, lo contingente y lo doloroso. Pues así hemos comenzado el año, con terribles injusticias, y clamando por justicia. Ocho niños wichís muertos. Ocho asesinos en prisión preventiva.
Unos son vulnerables y vulnerados, y los otros depredadores que se pretenden impunes. Se podría decir que ambas son vidas que no encajan. Unas, por ser considerados desechos del neoliberalismo. Otras por uso abusivo de la fuerza y del poder.
Dos procesos difractivos que tienen en común la muerte que han producido, puesta a circular en imágenes repetidas incesantemente: el rostro de los niñitos/as aborígenes cuya marca particular es que no sonríen, y el rostro de los agresores de Villa Gesell festejando después de asesinar.
Qué mira esa carita que mira la cámara, con esos ojos rasgados y esa expresión tan seria, casi azorada. Parece que supiera desde sus pocos años que la vida es una versión repetida de historias de hambre, de sed calmada con agua sucia, de dolor de panza, de pies descalzos, de horas de espera en la entrada de tierra de un dispensario. No parece conocer ni los juguetes ni los caramelos ni las nubes que pasan con forma de ovejitas. Pero no puede ser (pienso), un niño siempre sonríe por algo.
En la segunda secuencia vemos un grupo de muchachos que golpean a alguien caído en el suelo y registran la escena con teléfonos celulares. Los jóvenes se muestran con puños cerrados, manos con sangre y rostro hosco. Pero no puede ser (pienso), si habían salido a bailar y a divertirse, si están de vacaciones, ¿por qué matar?
Estas fotografías dicen: así mata el hambre, el abandono, la desnutrición. Así mata el desprecio, la impunidad y el machismo. Así es de asimétrica la relación entre el vivir y el morir.
En ese lugar de Salta, hogar de los wichís, casi no han quedado árboles, la naturaleza ha sido expoliada y contaminada y ya no permite cultivos ni alimentos. En Villa Gessel ha quedado un árbol salpicado por la sangre de un muchacho llamado Fernando, un árbol crecido en un macetero urbano, convertido en lugar de reunión (de comunión), un árbol que ahora es un altar, un espacio ritual, un símbolo mortuorio, un sitio de compasión, de duelo y de oración. Uno de los mensajes atado a su tronco dice Nuestro país no va a ser el mismo después de tu pérdida. Pedimos paz para tus papis y también queremos justicia.” Más allá del dolor y de la indignación, las dimensiones significantes de todas las imágenes convocan a la reflexión y a la investigación.
Las estadísticas del Banco Mundial dicen que el 10% de la población es dueña del 80% de los bienes que se producen, dicen que el aire está contaminado, que el clima continúa recalentándose, dicen que el exceso de basura nos ahoga, que toda África tiene el mismo número de computadoras que la ciudad de Nueva York. La pregunta, de orden ético, es qué vamos a hacer con este diagnóstico, cómo vamos a actuar. Mientras el ministro Arroyo ordenaba una serie de rastrillajes en el territorio y que culminaron con 32 niños internados por desnutrición, los jefes de las comunidades denuncian la desatención del Estado y las políticas de desmonte de los bosques nativos que los ha dejado sin acceso a sus medios de vida ancestrales, porque vivimos en un mundo que solo ha hecho más rico a los más ricos, en un país desigual donde la pobreza ha llegado a ser extrema en el caso de los pueblos aborígenes. Ello está plasmado en las advertencias de la Pastoral Aborigen que hizo hincapié en la situación que atraviesan los pueblos originarios, especialmente en el Chaco, señalando que no es posible morirse de hambre en esta tierra bendita del pan”.
El pan diría Neruda, es un milagro repetido, voluntad de vida/ no para un hombre, sino para todos/ Nació para ser compartido./ Para ser entregado, para multiplicarse”. No pensaron esto los jóvenes que se fueron a comer un sándwich (pan y carne) después de matar, y actuaron como amos absolutos de un territorio (el boliche, la calle, la noche), contrariamente a quienes son efectivamente dueños de sus tierras, dueños ancestrales, pero arrinconados por los intereses capitalistas.
La situación actual de los pueblos originarios tiene una larga genealogía, que se inicia en 1492, época en que los historiadores también indican como el nacimiento del capitalismo y la mundialización. Desde entonces no nos hemos sabido cuidar como especie, hemos reproducido cada vez más las desigualdades, hemos acentuado las diferencias y obturado los diálogos, hemos asumido los calificativos y los estigmas para referirnos a los otros/otras y por ello nos hemos permitido denigrar, destruir, violar, asesinar y finalmente olvidar. La dimensión política está inextricablemente envarada en nuestros cuerpos, en nuestro modo de vida sensible. Cuando la percepción sensible perturba, es el momento político en el cual debemos considerar el sistema de inclusiones y exclusiones que hemos construido, darlas vuelta y actuar.
El ocho significa un umbral, el comienzo de algo nuevo. Ojalá ese algo sea justicia, equidad, solidaridad, equilibrio y que no quede todo esto a mitad de camino como la famosa Sinfonía inconclusa” de Franz Schubert. La Sinfonía número 8.