¿Caracas entra en etapa final?

La tentación de intervenir en Venezuela puede resultar funcional a los intereses inmediatos de la Casa Blanca, pero para Sudamérica sería repetir una vieja trampa.

¿Caracas entra en etapa final?

Estados Unidos vuelve a colocarse en el centro de la crisis venezolana como si la región fuese un tablero secundario donde ensayar su política exterior. La doctrina cambia de nombre —antiterrorismo, lucha contra el narcotráfico, restauración democrática— pero la lógica es la misma desde hace décadas: imponer condiciones bajo la premisa de que la estabilidad hemisférica sólo puede garantizarse desde Washington.

Reuters filtró los supuestos detalles de la llamada entre Donald Trump y Nicolás Maduro del 21 de noviembre, una conversación que duró menos de quince minutos pero dejó expuestos, como pocas veces, los márgenes reales de maniobra del chavismo en esta etapa. Según lo publicado, Maduro pidió lo que sólo aparece en los manuales cuando un régimen sabe que ya no controla todas las variables: amnistía legal completa para él y su familia, levantamiento total de sanciones, cierre de su expediente en la Corte Penal Internacional y eliminación de restricciones contra más de cien funcionarios acusados de violaciones de derechos humanos, corrupción y narcotráfico.

A eso le sumó una propuesta impensada en cualquier otro contexto: que Delcy Rodríguez encabezara un gobierno interino antes de avanzar hacia nuevas elecciones. Era, en los hechos, el reconocimiento de que el tiempo político del madurismo ya no depende sólo de Caracas, sino de su capacidad —cada vez menor— para negociar su salida con Washington.

Trump rechazó casi todo. Pero dejó abierta una única ventana: una semana para que Maduro abandonara Venezuela con su familia, amparado por garantías mínimas y un destino a elección. El plazo venció el viernes. Que no lo haya utilizado habla de la encrucijada interna, de las tensiones entre facciones y de un sistema que, aunque exhausto, todavía se resiste a aceptar su propio epílogo.

El sábado, Trump declaró el espacio aéreo venezolano “cerrado en su totalidad”, una medida simbólica y operativa a la vez, diseñada para limitar cualquier intento de fuga improvisada o maniobra de último minuto. Y, como si ese endurecimiento no fuera suficiente, la Casa Blanca dio un paso más en la escalada: anunció que las fuerzas militares estadounidenses iniciarán “muy pronto” operativos en tierra dentro de Venezuela, en el marco de la operación Lanza del Sur, vigente desde septiembre.

“Iniciar operaciones en tierra es mucho más fácil. Conocemos las rutas que toman, sabemos dónde viven”, afirmó Trump, aludiendo a enclaves vinculados al narcotráfico y a la red que Washington denomina como el Cartel de los Soles. El Pentágono asegura que los operativos navales y aéreos apenas fueron la primera fase, y confirma más de ochenta muertes de supuestos narcotraficantes y la destrucción de una veintena de embarcaciones en el Caribe y el Pacífico.

Pero la llamada y las declaraciones públicas son apenas la parte visible de una estrategia más amplia: endurecimiento progresivo de sanciones, presión diplomática, inteligencia compartida y contactos constantes con aliados regionales. Funcionarios estadounidenses comenzaron a hablar abiertamente de “derisking geopolítico”: el objetivo no es improvisar un cambio de régimen, sino crear condiciones para que Maduro evalúe que quedarse es más peligroso que irse.

La inteligencia estadounidense considera que Caracas ya perdió control territorial pleno, especialmente en zonas donde operan el ELN, disidencias de las FARC y redes criminales transnacionales. Describe al régimen como “cada vez más fragmentado”, con facciones compitiendo por garantizar su propia supervivencia ante un posible colapso controlado. En ese marco, Washington busca evitar un vacío de poder que derive en un conflicto interno o en la expansión de actores no estatales.

Los ejercicios navales recientes en el Caribe, la mayor vigilancia aérea, los nuevos protocolos de interdicción y la advertencia de que el espacio aéreo está completamente cerrado no apuntan —al menos según funcionarios del Pentágono— a “planificar una intervención”, sino a impedir que Maduro intente una salida apresurada o que actores armados aprovechen la incertidumbre para desestabilizar aún más la región. Sin embargo, el anuncio de operativos terrestres altera el equilibrio y eleva el riesgo de incidentes directos dentro del territorio venezolano.

La historia demuestra que América Latina rara vez sale indemne de operaciones impulsadas desde Washington. Una intervención estadounidense en Venezuela —directa, encubierta o bajo la forma de una coalición ad hoc— no sería un episodio quirúrgico ni un “cambio de régimen” limpio, sino la apertura de un escenario profundamente desestabilizador para toda Sudamérica. Venezuela alberga una de las fuerzas armadas más grandes del continente, milicias paralelas, grupos irregulares en zonas fronterizas y redes criminales transnacionales que forman parte de la economía política del poder.

Cualquier intento de intervención podría encender un ciclo de violencia regional sin precedentes desde las guerras centroamericanas de los años 80, con desplazamientos masivos, represalias internas y riesgo de que actores no estatales llenen el vacío. Y el problema no es únicamente militar: países como Colombia o Brasil quedarían forzados a tomar posición, mientras Chile y Argentina enfrentarían olas migratorias imposibles de administrar si Venezuela colapsa.

Además, una operación estadounidense podría reactivar rivalidades geopolíticas: Rusia e Irán poseen intereses estratégicos en Caracas, y China mantiene inversiones energéticas y financieras de largo plazo. Convertir el Caribe en un nuevo tablero de competencia entre grandes potencias sería la receta para una crisis prolongada que ninguna capital sudamericana está en condiciones de absorber.

Si algo enseña la historia reciente es que Estados Unidos nunca paga el costo completo de las crisis que ayuda a desencadenar. Lo paga la región: con migraciones masivas, inestabilidad política y economías fracturadas. Washington opera bajo la lógica del “costo calculado”, pero ese cálculo nunca incorpora el largo plazo latinoamericano.

La tentación de intervenir —directa o indirectamente— en Venezuela puede resultar funcional a los intereses inmediatos de la Casa Blanca, pero para Sudamérica sería repetir una vieja trampa: permitir que un actor externo decida el futuro del continente y luego se retire, dejando atrás una factura que nadie más está en condiciones de cubrir.

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