El Caribe en el tablero geopolítico

La región es hoy un escenario donde se coreografía una advertencia: Washington puede “hablar” con Maduro, pero también puede actuar “por la manera difícil”.

El Caribe en el tablero geopolítico

Cada cierto tiempo, Venezuela vuelve a ser noticia casi central. La designación del Cartel de los Soles como organización terrorista extranjera por parte del Departamento de Estado de EE.UU. —con la firma de Marco Rubio como arquitecto político del proceso—, colabora para que así sea. No redefine la realidad, pero la encuadra en términos que permiten justificar casi cualquier movimiento posterior.

Con la designación, Estados Unidos amplía su margen de acción militar, judicial y diplomática. Acompañan en la narrativa gobiernos como los de Argentina, Ecuador, Paraguay y República Dominicana, que desde hace años aceptaron el término “Cartel de los Soles” como parte de un vocabulario regional donde crimen organizado y geopolítica se confunden deliberadamente. Venezuela, previsiblemente, responde con la retórica del asedio permanente: “infame y vil mentira”, “maniobra de intervención”, “otra agresión fracasada”. El léxico no sorprende; la escalada, sí.

Esta vez el lenguaje coincide con un despliegue militar real. El portaviones USS Gerald R. Ford, con más de 12.000 efectivos, opera en el Caribe bajo justificación antinarcóticos. La aviación comercial reduce vuelos hacia Caracas ante alertas de la FAA. Aviones de combate norteamericanos patrullan el corredor entre Venezuela y Curazao. Desde septiembre se registran 21 embarcaciones hundidas y al menos 80 muertes asociadas a los operativos. El escenario es de guerra limitada, aunque nadie se anime todavía a nombrarla así.

En Washington, el presidente Donald Trump, en modo comandante en jefe, lo resume con brutalidad: EE.UU. puede “hacer las cosas por las buenas o por las malas”. La frase, lanzada desde el Air Force One, no solo condensa la lógica trumpista; también amplifica la sensación de que Venezuela es, nuevamente, el tablero preferido para las demostraciones de fuerza de la Casa Blanca.

El relato estadounidense —Maduro y Cabello como jefes del cartel— es funcional al nuevo marco jurídico, pero simplifica un fenómeno mucho más difuso. Sin embargo, tampoco puede descartarse: ambos nombres, junto con figuras como Hugo Carvajal o Clíver Alcalá, aparecen de forma recurrente en documentos judiciales, testimonios de desertores y fallos de tribunales norteamericanos. Carvajal, de hecho, se declaró culpable de narcotráfico y narcoterrorismo en 2024. Alcalá, detenido, colaboró con la justicia. Las recompensas actuales —US$50 millones por Maduro, US$25 millones por Cabello— son las más altas del programa antinarcóticos estadounidense.

El dilema, entonces, no es si hay corrupción o vínculos con el narcotráfico dentro de las Fuerzas Armadas venezolanas —eso pareciera ser, a estas alturas, innegable— sino si esa red constituye una organización coherente liderada desde Miraflores. La respuesta, como todo en Venezuela, es ambigua: lo suficiente para alimentar el discurso intervencionista de Washington, pero también lo bastante desordenada para resistir un diagnóstico lineal.

La escalada militar en aguas caribeñas no es casual. Con la campaña electoral estadounidense siempre en horizonte, Venezuela vuelve a ser un símbolo de mano dura hacia lo que la derecha norteamericana considera “Estados-canalla”. La figura de Maduro como enemigo externo permite catalizar miedos internos: migración masiva, crimen transnacional, influencia rusa e iraní en el continente.

La narrativa trumpista mezcla todo en un mismo paquete. Según el presidente, Venezuela “abrió cárceles” y envió a Estados Unidos delincuentes, miembros del Tren de Aragua y “capos”. No aporta pruebas. No importa: la afirmación cumple su función. Alimenta la idea de que existe una amenaza directa, inmediata, tangible.

El USS Gerald R. Ford —símbolo del poder marítimo estadounidense— hace el resto. La política exterior de Trump siempre entendió la teatralidad como herramienta. El Caribe es hoy un escenario donde se coreografía una advertencia: Washington puede “hablar” con Maduro, pero también puede actuar “por la manera difícil”.

Esa ambigüedad forma parte de la estrategia. Una negociación directa abriría un camino para desescalar tensiones, garantizar elecciones mínimamente competitivas y reducir la influencia de actores extra regionales como Rusia o Irán, cuyas operaciones encubiertas en Venezuela preocupan a los estrategas del Pentágono. Pero un endurecimiento militar permitiría a Trump reforzar su imagen interna, sobre todo frente a sectores que ven en Venezuela un laboratorio de “narcoterrorismo socialista”.

Washington no mira a Venezuela en el vacío. El interés es estructural: el país es un punto crítico en la disputa global con potencias revisionistas. Rusia mantiene personal militar y asesores en territorio venezolano desde hace más de una década. Irán colabora en programas de combustible, inteligencia y drones. China, aunque más pragmática, es el mayor acreedor del país. En ese punto, y con el “plan de paz” para Ucrania presentado por Trump en paralelo, no habría que descartar una especie de negociación de intercambio entre la Casa Blanca y el Kremlin.

El conflicto entre EE.UU. y Venezuela atraviesa una nueva fase, más peligrosa que las anteriores. La designación del Cartel de los Soles como organización terrorista reconfigura el tablero: permite a Washington actuar con más libertad, aumenta la presión sobre Maduro y prepara el terreno para escenarios que van desde una negociación directa hasta una intervención quirúrgica encubierta.

Pero también marca un punto ciego: la tendencia a reducir la crisis venezolana a una trama de narcos y militares corruptos evita discutir las raíces estructurales del colapso del Estado, el rol del petróleo, la fractura del chavismo y la devastación social que empuja a millones a migrar.

Venezuela sigue siendo, para Washington, una amenaza difusa que combina crimen organizado, alianzas incómodas y crisis humanitaria. Para Caracas, Estados Unidos sigue siendo el enemigo necesario para sostener una narrativa de resistencia. Y mientras ambos ejecutan su coreografía, la región observa un Caribe cada vez más militarizado, un país cada vez más aislado y una crisis que, lejos de resolverse, se reinventa a cada paso.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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