Estados Unidos en un clima envenenado

Al reforzar la idea de que el adversario no es un contrincante legítimo sino un enemigo existencial, se habilita el paso siguiente: justificar la violencia como defensa propia, incluso como un acto heroico.

Estados Unidos en un clima envenenado

Charlie Kirk.

El asesinato de Charlie Kirk, figura emblemática del populismo conservador norteamericano, terminó de confirmar lo que hace tiempo se intuía: la violencia política en Estados Unidos ya no es un episodio aislado, sino un componente estructural de su vida pública. Cada bala disparada, cada magnicidio frustrado o consumado, pone en evidencia la fragilidad de la democracia que durante décadas se presentó como el modelo del mundo occidental. En ese país, los enemigos ya no se derrotan en las urnas: se los busca silenciar a tiros.

Lo primero que salta a la vista es el mecanismo automático de instrumentalización. Apenas se conoció la noticia de la muerte de Kirk en Utah, las acusaciones cruzadas inundaron el escenario político. Donald Trump responsabilizó de inmediato a la “izquierda radical”, mientras que desde el progresismo apuntaron a la retórica de odio construida por la derecha. Importa menos quién disparó o por qué, y mucho más qué capital político puede extraerse del cadáver. El “blame game” ya es parte constitutiva del sistema: los muertos dejan de ser personas para convertirse en símbolos útiles en la guerra cultural que atraviesa al país.

Ese juego tiene efectos devastadores. Al reforzar la idea de que el adversario no es un contrincante legítimo sino un enemigo existencial, se habilita el paso siguiente: justificar la violencia como defensa propia, incluso como un acto heroico. Es en ese giro cultural —sutil pero decisivo— donde se explica la proliferación de ataques, cada vez más frecuentes y más brutales.

Estados Unidos reúne todos los elementos para un cóctel explosivo. La polarización identitaria divide a la sociedad en dos campos irreconciliables. El acceso prácticamente irrestricto a las armas de fuego multiplica las posibilidades de que cualquier conflicto escale. Un ecosistema mediático y digital dominado por la lógica de los extremos convierte cada chispa en incendio. Y los liderazgos políticos, lejos de apagar el fuego, lo alimentan con discursos incendiarios que fortalecen a sus bases pero destruyen cualquier espacio de consenso.

A diferencia de los años sesenta y setenta —cuando los asesinatos de John y Robert Kennedy, Martin Luther King o Malcolm X respondían a clivajes políticos claros, con movimientos organizados detrás—, la violencia actual se fragmenta en múltiples expresiones individuales. El nuevo escenario es el del “lobo solitario”: individuos radicalizados en la soledad de una pantalla, que mezclan ideologías contradictorias con memes, teorías conspirativas y referencias de la cultura gamer. El extremismo ya no necesita partidos, células ni organizaciones: alcanza con un individuo, un arma y un motivo difuso.

Ese carácter disperso vuelve el fenómeno mucho más difícil de contener. No hay líderes a los que golpear, ni estructuras clandestinas que desarmar. Lo que hay es una masa amorfa de ciudadanos descontentos, frustrados o mentalmente inestables que encuentran en el odio político una razón para actuar. El propio asesino de Kirk dejó inscripciones irónicas en sus municiones, más cercanas al humor negro de internet que a una tradición ideológica. Un gesto absurdo, pero también revelador del nuevo rostro de la violencia: nihilismo, resentimiento y espectáculo.

El problema central es la normalización. Cuando cada asesinato se convierte en insumo para la contienda partidaria, la sociedad se acostumbra. La violencia deja de ser un límite infranqueable y pasa a ser parte del paisaje. Trump acusa a la izquierda; la izquierda acusa a Trump. Las bases de uno y otro campo, mientras tanto, ven confirmadas sus sospechas sobre la maldad intrínseca del adversario. Así se retroalimenta un círculo vicioso que empuja al país hacia un abismo del que resulta cada vez más difícil salir.

La experiencia latinoamericana ofrece un espejo inquietante. En Colombia o México, los asesinatos de líderes sociales y candidatos se volvieron cotidianos, con fuerte conexión al narcotráfico. Estados Unidos todavía no llegó a ese nivel de sistematicidad, pero la convergencia no es imposible. El paso siguiente podría ser que los ataques de lobos solitarios convivan con organizaciones más estructuradas que decidan capitalizar ese malestar.

El resultado inmediato es la construcción del mártir político. Cada crimen abre la posibilidad de transformar al caído en un símbolo de resistencia. Esa lógica refuerza la guerra civil fría que caracteriza a la política estadounidense contemporánea: un conflicto sin fusiles colectivos, pero con millones de armas individuales cargadas, esperando el momento. Lo que empieza como retórica termina, inevitablemente, en hechos sangrientos.

El futuro ofrece dos caminos. El primero, y más probable, es el de la naturalización: elecciones convertidas en campos minados, actos políticos en potenciales blancos, candidatos transformados en objetivos militares. El segundo, mucho más difícil, implicaría que las élites de ambos partidos acepten desactivar la retórica incendiaria y reconstruir consensos mínimos para preservar la política como competencia pacífica.

Hoy, sin embargo, la realidad se inclina hacia el peor escenario. Los dirigentes parecen más interesados en sacar rédito de la tragedia que en detener la espiral. Cada palabra es un fósforo más sobre la hoguera. Y mientras tanto, una sociedad partida en dos observa cómo la sangre derramada deja de conmover y empieza a asumirse como normalidad.

El asesinato de Charlie Kirk no es un episodio aislado. Es parte de una tendencia más profunda que amenaza con corroer los cimientos de la democracia norteamericana. La pregunta, entonces, no es si habrá más ataques, sino cuándo. Y, sobre todo, si todavía existe la voluntad de impedir que la violencia se consolide como la nueva gramática política de los Estados Unidos.

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