Hans Morgenthau y la ética del poder en la política internacional

En un mundo donde la paz parece siempre precaria, su pensamiento sigue siendo imprescindible.

Hans Morgenthau y la ética del poder en la política internacional

Hablar de Hans Morgenthau es hablar de uno de los padres fundadores de las Relaciones Internacionales como disciplina autónoma. Su obra más influyente, Politics Among Nations (1948), estableció los pilares del realismo clásico, un enfoque que, pese al paso de las décadas, conserva una vigencia sorprendente en el mundo actual. Morgenthau entendía la política internacional como un escenario dominado por el poder y los intereses nacionales, más que por los ideales o las normas abstractas. Allí radica tanto la fuerza como la incomodidad de su legado.

Morgenthau escribió en un contexto marcado por la Segunda Guerra Mundial, el nazismo y el inicio de la Guerra Fría. Su objetivo era explicar cómo se comportan los Estados cuando la supervivencia está en juego. Frente al idealismo wilsoniano, que confiaba en que las instituciones internacionales podían garantizar la paz, Morgenthau insistía en que el poder era el lenguaje central de la política mundial. Los Estados, sostenía, actúan de acuerdo con su interés definido en términos de poder. No se trata de un cinismo, sino de un diagnóstico: la moral puede guiar a los individuos, pero en la arena internacional lo que decide es la capacidad de imponer o resistir.

A diferencia de los realistas estructurales posteriores, Morgenthau nunca redujo la política internacional a meros cálculos materiales. Introdujo un componente ético y psicológico fundamental: el poder no es solo militar o económico, sino también político, diplomático y cultural. Su “realismo” no es el de la máquina fría, sino el de la condición humana. Los líderes, advertía, deben actuar con prudencia, porque el poder desmedido conduce al desastre. En ese sentido, Morgenthau se alejaba del determinismo y rescataba la responsabilidad moral de los estadistas.

Hoy, en pleno siglo XXI, su pensamiento ilumina varios dilemas contemporáneos. La guerra en Ucrania, por ejemplo, puede leerse a la luz de su principio rector: cuando la supervivencia de un Estado está en juego, las consideraciones morales o legales ceden ante la lógica del poder. Rusia, desde esta óptica, percibe la expansión de la OTAN como una amenaza existencial; Occidente, por su parte, interpreta que ceder significaría debilitar su credibilidad y su posición global. La tragedia reside en que ambos bandos, actuando conforme a sus intereses definidos en términos de poder, escalan un conflicto con consecuencias devastadoras.

Algo similar ocurre en Medio Oriente. La guerra en Gaza, el rol de Irán, la política de contención de Estados Unidos y la creciente influencia de actores no estatales muestran que, por más discursos sobre derechos humanos o legalidad internacional, lo que decide los acontecimientos sigue siendo la correlación de fuerzas. Morgenthau nunca negó la importancia de los valores, pero insistió en que cuando chocan con los intereses vitales de los Estados, la balanza se inclina siempre hacia estos últimos.

En la disputa entre Estados Unidos y China, su realismo clásico también encuentra eco. Para Morgenthau, ningún orden internacional es eterno: las potencias emergentes buscan espacio, las dominantes intentan conservarlo, y de esa tensión surge la inestabilidad. Pekín, con su combinación de poder económico, proyección tecnológica y expansión militar, responde a la lógica descrita por Morgenthau hace más de setenta años. Washington, por su parte, se debate entre aceptar un reparto de poder más equilibrado o intentar mantener una primacía cada vez más costosa.

Lo interesante de Morgenthau es que, aun reconociendo el carácter inevitable del conflicto, defendía la importancia de la diplomacia y la prudencia. Su realismo no era un llamado a la guerra permanente, sino a la moderación. Creía que los líderes deben resistir la tentación de absolutizar objetivos y comprender los límites del poder. En un mundo con armas nucleares, ese mensaje se vuelve todavía más urgente.

Para países como Argentina, la lectura de Morgenthau también es relevante. Frente a un escenario multipolar y fragmentado, donde los discursos idealistas muchas veces encubren luchas de poder, su realismo invita a pensar la política exterior desde la defensa de los intereses nacionales concretos, sin caer en alineamientos automáticos ni en retóricas vacías. La prudencia y la claridad de objetivos son, quizás, las herramientas más valiosas para Estados medianos en un sistema dominado por gigantes.

La vigencia de Morgenthau radica en su capacidad para recordarnos que la política internacional no es un espacio para la ingenuidad. El poder y los intereses nacionales no son palabras viejas, sino categorías que siguen ordenando el presente. Su advertencia sobre los límites de la moral en un mundo anárquico resuena con fuerza en este tiempo convulso. Pero, al mismo tiempo, su insistencia en la prudencia y la responsabilidad ética de los líderes sirve como recordatorio de que incluso en el terreno del poder hay lugar para la contención.

Hans Morgenthau, con su realismo clásico, nos obliga a mirar el mundo con una mezcla de sobriedad y cautela. Ni optimismo ingenuo ni cinismo absoluto: la política internacional, como la vida misma, se mueve en esa tensión constante entre poder, intereses y valores. En un mundo donde la paz parece siempre precaria y el conflicto acecha en cada esquina, su pensamiento sigue siendo no solo útil, sino imprescindible.

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