Kenneth Waltz y la estructura del sistema internacional

La vigencia de este teórico está en su frialdad analítica. No buscó explicar cómo debería ser el mundo, sino cómo funciona.

Kenneth Waltz y la estructura del sistema internacional

Hablar de Kenneth Waltz es hablar de un parteaguas en las Relaciones Internacionales. La publicación de Theory of International Politics en 1979, sentó las bases del neorrealismo o realismo estructural, una de las teorías más influyentes de las últimas décadas. Frente al realismo clásico de Hans Morgenthau, centrado en la naturaleza humana y en la ambición de poder de los líderes, Waltz propuso mirar más arriba: la clave no está en las motivaciones individuales, sino en la estructura del sistema internacional. Esa mirada, que en su momento fue disruptiva, hoy sigue resultando fundamental para comprender el mundo en el que vivimos.

Para Waltz, el sistema internacional es anárquico. No existe una autoridad por encima de los Estados que pueda imponer reglas de manera efectiva. Esta ausencia de un poder central genera una lógica propia: los Estados, preocupados por su supervivencia, tienden a equilibrarse entre sí. Esa es la esencia del neorrealismo: no importa tanto quién gobierna ni qué ideología profese, lo decisivo es cómo se distribuye el poder en el sistema.

Su distinción entre diferentes niveles de análisis —individual, estatal y sistémico— fue clave para ordenar el estudio de la política internacional. Waltz insistía en que los errores de muchos análisis radicaban en atribuir las guerras a las características de los líderes o a las políticas internas, cuando en realidad lo que explica la recurrencia del conflicto es la propia estructura anárquica del sistema internacional.

En pleno siglo XXI, esa idea cobra una vigencia notable. La guerra en Ucrania no puede entenderse solo a partir de las decisiones de Vladimir Putin o de la política interna rusa. Lo que está en juego es un conflicto estructural entre una potencia en declive relativo —Estados Unidos—, una organización como la OTAN que busca expandirse, y una potencia regional —Rusia— que intenta evitar quedar marginada. Waltz hubiera visto allí un ejemplo de manual: un reacomodamiento del balance de poder que genera choques inevitables.

Lo mismo ocurre con la competencia entre Washington y Pekín. Desde el punto de vista waltziano, la rivalidad no es producto de diferencias ideológicas, sino de la lógica del sistema: una potencia emergente desafía a la potencia establecida, y la anarquía internacional hace que ambas entren en tensión. Que China sea comunista o capitalista es secundario; lo central es su capacidad material de disputarle la hegemonía a Estados Unidos.

Incluso su postura sobre las armas nucleares resulta hoy provocadora. En The Spread of Nuclear Weapons (1981), escrito junto a Scott Sagan, Waltz defendía la idea de que la proliferación nuclear, bajo ciertas condiciones, podía generar mayor estabilidad. La lógica era sencilla: cuando dos potencias cuentan con capacidad de destrucción mutua asegurada, la probabilidad de un enfrentamiento directo disminuye. En un mundo donde la amenaza nuclear parecía descontrolada, Waltz se atrevió a argumentar lo contrario: que más armas, paradójicamente, podían significar más disuasión y menos guerra.

Esa postura, tan polémica entonces como ahora, vuelve a ponerse sobre la mesa en la actualidad. La tensión nuclear entre India y Pakistán, la amenaza atómica de Corea del Norte, e incluso el temor de que Irán llegue a tener la bomba, muestran que la disuasión nuclear sigue siendo uno de los factores centrales de la estabilidad o la inestabilidad internacional. La lógica de Waltz obliga a preguntarse si no es preferible aceptar esa proliferación controlada antes que insistir en un imposible: un mundo libre de armas nucleares.

Su teoría también ofrece enseñanzas para países medianos como Argentina. El neorrealismo de Waltz advierte que, en un sistema anárquico, la supervivencia depende de entender bien cómo se distribuye el poder y de actuar en consecuencia. Las ilusiones de un orden basado únicamente en normas y principios suelen chocar contra la realidad de un mundo gobernado por equilibrios y contraequilibrios. Para una potencia intermedia, la clave pasa por reconocer los límites de su poder y aprovechar las fisuras que generan las tensiones entre los grandes.

La vigencia de Waltz está en su frialdad analítica. No buscó explicar cómo debería ser el mundo, sino cómo funciona. Ese enfoque, despojado de ilusiones, puede sonar pesimista, pero al mismo tiempo ofrece una claridad que otros discursos, cargados de buenas intenciones, no logran. La anarquía internacional sigue allí; las grandes potencias siguen compitiendo; los Estados medianos siguen adaptándose. Nada de eso cambió desde 1979, y nada parece indicar que vaya a cambiar en el futuro cercano.

En tiempos de incertidumbre, la mirada estructural de Waltz recuerda que, más allá de las ideologías y los liderazgos, lo que ordena la política internacional es la distribución del poder. Esa lógica, tan impersonal como implacable, sigue marcando el pulso del sistema. Comprenderla es, quizás, la primera condición para no quedar atrapados en las ilusiones de un orden que nunca termina de consolidarse.

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