La flamante mandataria peruana, Dina Boluarte, ya anunció una convocatoria a nuevas elecciones presidenciales para abril de 2024, aunque estaban originalmente previstas recién para 2026. Sin embargo, la gran pregunta es: ¿llegará en su cargo hasta ese momento? Nadie puede afirmarlo a ciencia cierta, mucho menos en un contexto tan inestable y complejo como el que vive Perú ya hace años.
Desde la vuelta a la democracia, en 1980, todos los presidentes peruanos han tenido un destino de causas judiciales, cárcel, o muerte. Alan García, Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski, Martin Vizcarra, Manuel Merino, y, ahora, Pedro Castillo, todos terminaron envueltos en casos de corrupción; destituidos por el Congreso; detenidos; o se suicidaron, como el caso de García, quien fue, además, el último ocupante del Palacio de Pizarro en terminar su mandato sin renunciar o ser destituido.
En el caso de Castillo, el Poder Legislativo no reconoció su propia disolución, dictada por el Presidente, y lo destituyó por 101 votos. Inmediatamente, el ya ex mandatario fue detenido por las fuerzas de seguridad peruanas. Los primeros en quitarle el apoyo al líder del Gobierno fueron algunos de sus propios funcionarios. Incluyendo a la vicepresidenta Boluarte, que se convirtió en la primera mandataria mujer en la historia del país. Castillo no logró llegar a la embajada mexicana, donde pretendía solicitar asilo para evitar la detención.
El docente campesino había llegado al cargo de mayor importancia del Perú, contra todo pronóstico, con el objetivo de cambiarlo todo. En un mapa de gobiernos progresistas de distinta índole, pero, al mismo tiempo, heterogéneos, empezando por el México de Andrés Manuel López Obrador, el mandatario peruano parecía un soplo de aire fresco a la región. Sin embargo, demostró ser incapaz de sortear la inestabilidad que es ya una regla en su país.
De la misma manera, Castillo pareció ser un fiel representante de esta ola de gobiernos progresistas que no terminan de hacer pie ni de “desempatar” el “empate hegemónico” que parece imposible de romper por estos días en el continente. A diferencia de los gobiernos surgidos durante los primeros años 2000, esta vez, aunque muchos de ellos se reivindiquen de izquierda o progresistas, se han mostrado incapaces de llevar adelante reformas estructurales en sus propios países, mucho menos de lograr constituir liderazgos regionales de peso. Esto puede cambiar con el regreso de Lula da Silva al gobierno del Brasil, aunque las expectativas tampoco deberían estar tan altas, ya que el histórico dirigente vuelve al frente de una coalición tan amplia como impredecible a la hora de gobernar, muy diferente al clima político que lo hizo presidente en su primer mandato, tanto a nivel nacional como regional.
De acuerdo con los sondeos de opinión, el apoyo a Castillo es de aproximadamente el 30% de los peruanos, mientras que al Congreso lo apoyan cerca del 10%.
El nivel de violencia social es tal que, al momento de escribir este artículo, ya se habían contabilizado de manera oficial siete muertos -entre ellos dos menores de edad- y decenas de heridos en las protestas contra el Congreso, pidiendo por la libertad de Castillo y elecciones urgentes. Las manifestaciones incluyeron bloqueos de rutas, ocupaciones de universidades y aeropuertos, y cortes de calles.
En medio de las revueltas, las comunidades en los Andes atraviesan la peor sequía en cincuenta años. Al mismo tiempo, Perú se encuentra en medio de una quinta ola de covid, siendo el país con los peores números de muertes e infectados en América Latina. Incluso algunos gobiernos regionales, como el de Arequipa, han pedido de forma oficial el adelantamiento urgente de los comicios. A Manuel Merino, en 2020, la muerte de dos manifestantes le costó su cargo, no está claro cuántas muertes puede soportar el endeble gobierno de Boluarte.
El pasado lunes, los gobiernos de Colombia, México, Bolivia y Argentina publicaron un comunicado conjunto donde reconocen a Castillo, a quien califican de “víctima de un antidemocrático hostigamiento”, como el «Presidente de la República del Perú”. Allí llaman a que “se priorice la voluntad ciudadana que se pronunció en las urnas”, y no reconocen el nuevo gobierno establecido por el Congreso.
Debido al intento de cierre del Congreso, Castillo ahora es acusado del delito de rebelión, lo que podría costarle hasta 20 años de cárcel. También tiene seis investigaciones por supuesta corrupción, uno de los motivos por los que el Congreso pretendía destituirlo previo a su intento de disolverlo y establecer un gobierno de excepción. Las acusaciones de corrupción y las disputas internas son ya moneda tan corriente dentro de la política peruana que constituyen una problemática endémica. A diferencia de sus predecesores, Castillo parecía decidido a resistir hasta las últimas consecuencias en el cargo. No obstante, al igual que quienes ocuparon su asiento previamente, terminó destituido y detenido.
Queda claro que la destitución y detención del ex presidente, sumado a la designación por parte de un Congreso deslegitimado de un nuevo gobierno, encabezado por una dirigente sin apoyo social ni partidario, genera un clima social volátil y complejo. Desde el mismo retorno de la democracia política peruana engulle y escupe a sus dirigentes, el caso de Castillo es apenas uno más dentro de una larga lista. No fue el primero, y, mientras la institucionalidad siga de la misma manera, seguramente, no será el último.