Mientras las principales economías se blindan ante la incertidumbre geopolítica, el país insiste en una estrategia cambiaria suicida: sostener un peso artificialmente apreciado quemando reservas escasas, ahogando las exportaciones y alimentando la fuga de capitales. Este enfoque, que sólo podría funcionar en un escenario de financiamiento externo abundante o alta credibilidad —ninguno de los cuales existe hoy—, acerca a la Argentina a un precipicio.
La comparación histórica con la Gran Depresión no es exagerada. En 1930, el Smoot-HawleyTariffAct de EE.UU. elevó aranceles a más de 20.000 productos, desencadenando represalias globales y una contracción del 60% en el comercio mundial. El proteccionismo, sumado a la rigidez del patrón oro, asfixió la liquidez internacional y convirtió una recesión en una catástrofe prolongada.
Hoy, Donald Trump no necesita replicar idénticas medidas arancelarias: le basta con una política exterior disruptiva, amenazas de devaluación competitiva del dólar y un discurso que socava la confianza en el sistema multilateral. Su objetivo —reequilibrar la economía estadounidense a costa del resto— podría desatar una espiral de devaluaciones y guerras de tasas, tal como advierte el FMI al prever una posible «fragmentación geoeconómica» que recortaría el PIB global en un 7%, un impacto mayor que la crisis de 2008.
En un mundo que se prepara para la tormenta económica perfecta, Argentina insiste en remar contra la corriente con políticas que agravan su vulnerabilidad. Mientras las principales economías fortalecen sus defensas ante la creciente incertidumbre global, el país persiste en mantener un tipo de cambio artificialmente apreciado que beneficia principalmente a sectores importadores y actores políticos temerosos del impacto inflacionario, pero que simultáneamente estrangula a las exportaciones -el único sector capaz de generar dólares genuinos- y fomenta una fuga de capitales que drena las ya escasas reservas.
Esta peligrosa ecuación se agrava por el persistente déficit de credibilidad de la administración Milei, cuyas contradicciones -como la emisión de deuda en pesos a tasas insostenibles, mientras se promete una futura dolarización- no hacen más que ahuyentar a los inversores y profundizar la desconfianza en el mercado local.
El contraste con otras economías emergentes no podría ser más dramático. Mientras China construye meticulosamente su autonomía financiera reduciendo su exposición al dólar, acumulando oro y estableciendo acuerdos bilaterales en yuanes; mientras Rusia sortea el aislamiento occidental tejiendo alianzas alternativas en Asia y África, y mientras Brasil mantiene un tipo de cambio flexible que le permite navegar las turbulencias con superávit comercial, Argentina sigue aferrada a un populismo cambiario que la deja completamente expuesta ante los vientos de crisis que soplan desde los mercados globales.
La situación alcanza niveles de urgencia crítica cuando se analiza el contexto internacional: la probable política de devaluación competitiva del dólar que implementaría una eventual administración Trump -similar a la de 2018- dejaría al país sin margen de maniobra, con reservas insuficientes para defender la paridad cambiaria, una deuda en pesos cada vez más insostenible y una inflación que amenaza con escalar a niveles hiperinflacionarios.
Las señales de alarma son imposibles de ignorar: el dólar futuro cotiza en máximos históricos, anticipando una fuerte devaluación; la confianza en el peso se evapora día a día, como lo demuestra la acelerada dolarización espontánea de ahorristas y empresas; y el escenario global se vuelve cada vez más hostil para economías frágiles, sin el colchón que en el pasado proporcionaban los ciclos altos de commodities o el financiamiento internacional barato.
Ante este panorama, Argentina enfrenta una disyuntiva crítica: puede optar por un ajuste ordenado que implique liberar el tipo de cambio, eliminar controles distorsivos y negociar una transición creíble para evitar el caos social. O puede seguir postergando las decisiones difíciles hasta que el ajuste llegue por shock, cuando las reservas se hayan agotado y el mercado imponga una devaluación traumática con hiperinflación y default.
La primera opción requiere coraje político y capacidad de construcción de consensos; la segunda es el camino trillado que el país ya ha recorrido demasiadas veces, siempre con resultados catastróficos. El tiempo apremia y cada día que pasa sin corregir el rumbo acerca a Argentina al abismo de una nueva crisis devastadora.
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