La madrugada del 24 de junio dejó una escena que, en otro contexto, podría haber sido celebrada como un hito de la diplomacia moderna: un presidente norteamericano anunciando con euforia en redes sociales un cese del fuego entre Israel e Irán, dos de los enemigos más irreconciliables del siglo XXI. Sin embargo, lejos de una postal para la historia, el “acuerdo” impulsado por Donald Trump se parece más a una tregua impuesta por el cansancio, la presión mutua y el cálculo político que a una solución negociada y sostenible. ¿Se trata, entonces, de un triunfo diplomático genuino, o apenas de un interludio en una guerra que nadie terminó de ganar?
Efectivamente, la intervención de Trump logró frenar una espiral que amenazaba con arrastrar a Medio Oriente —y al mundo— a un conflicto mayor. Y en ese sentido, se puede hablar, sí, de una victoria diplomática parcial. Pero también conviene advertir que se trata de un éxito tan frágil como las alianzas que lo sostienen.
La operación comenzó con un movimiento temerario: Trump autorizó bombardeos sobre objetivos nucleares iraníes tras ataques iniciales de Teherán y la intensificación de las operaciones israelíes en Siria e Irak. Aunque las instalaciones no fueron completamente destruidas —como reconocieron incluso fuentes del Pentágono—, la señal fue clara: Estados Unidos sigue teniendo la capacidad de golpear con precisión en el corazón del aparato militar iraní, incluso si el objetivo no es derrocar al régimen.
Esa fue, precisamente, la principal diferencia con el plan original de Benjamin Netanyahu. El primer ministro israelí apostaba, una vez más, a una ofensiva de máximos: empujar a Irán al colapso interno y, con suerte, promover un cambio de régimen. Pero Washington, al menos esta vez, se mostró reacio a repetir los errores de Irak, Libia o Siria. Trump —con el olfato populista que lo caracteriza— comprendió que una guerra prolongada y caótica en Irán podría hacerle perder apoyo interno justo en pleno año electoral.
Esto generó una tensión inédita entre los dos viejos aliados. Trump llegó incluso a mostrar su fastidio públicamente con Netanyahu, molesto porque Israel siguió lanzando ataques poco después del anuncio del cese del fuego. En palabras del propio presidente, “no se pueden tirar bombas una hora después de anunciar la paz”. La frase, a medio camino entre la ironía y la exasperación, resume el desorden estratégico en el que se encuentran hoy los aliados occidentales en Medio Oriente.
Lo cierto es que Irán tampoco obtuvo una victoria clara. Aunque demostró capacidad de respuesta, y reforzó su narrativa interna de resistencia frente al “agresor sionista”, su programa nuclear quedó temporalmente limitado. Volver a la mesa de negociaciones sería, para el régimen, un acto de debilidad ante su propio pueblo. Pero seguir adelante también implica riesgos crecientes de represalias militares, sanciones más duras y aislamiento internacional. La teocracia chiita se encuentra atrapada entre la necesidad de demostrar firmeza y la urgencia de preservar su supervivencia.
En este contexto, el alto el fuego anunciado parece más un punto y coma que un punto final. Las condiciones estructurales del conflicto no han cambiado. Ni la desconfianza mutua, ni la rivalidad geopolítica, ni el juego de alianzas regionales que multiplica cada chispa en un incendio. Sin embargo, Trump logró lo que pocos imaginaban: detener el reloj del conflicto justo antes de la medianoche. Al menos, por ahora.
Lo hizo, además, con el mismo estilo que lo caracteriza: personalista, impredecible, performativo. Como si la diplomacia internacional fuera una extensión de su programa de telerrealidad, Trump busca los reflectores, los títulos grandilocuentes y el aplauso instantáneo. Pero en esta ocasión, sus formas excéntricas coincidieron con una necesidad real de desescalada. Y eso le permitió anotarse un triunfo, aunque precario.
Este sería, en efecto, el segundo éxito internacional del mandatario desde su regreso a la Casa Blanca. El primero fue su inesperada mediación entre India y Pakistán, que evitó una confrontación directa tras un ataque fronterizo. No obstante, la gran deuda pendiente de su gestión en materia exterior sigue siendo Ucrania. Allí, ni sus gestos ni sus tuits han logrado romper el estancamiento de una guerra que amenaza con prolongarse indefinidamente.
Volviendo a Medio Oriente, la pregunta clave sigue siendo cuánto durará la tregua. La historia reciente muestra que los altos el fuego en esta región son, con frecuencia, la antesala de nuevas rondas de violencia. Trump podrá celebrar por ahora el freno momentáneo, pero sostener la paz requerirá algo más que declaraciones en mayúsculas: exigirá diplomacia paciente, acuerdos concretos y —sobre todo— una redefinición estratégica del papel de Estados Unidos en la región.
Por el momento, el presidente puede decir que evitó una guerra. Pero aún está lejos de haber garantizado la paz. Y en Medio Oriente, esa diferencia lo es todo.