Volver al amor en tiempos de miedo

Porota

Volver al amor en tiempos de miedo

Dudo si escribir sobre esto, temo las malas interpretaciones. Sin embargo, elijo dar por sentado, que quienes leerán esta secuencia de palabras, desterrarán de sus pensamientos toda intención maliciosa o suposición conspirativa.

Uno de los prejuicios o estereotipos más frecuentes es asociar a la niñez, a las infancias, con la vejez, con las vejeces. Los viejos son como niños”, suele escucharse, leerse, decirse. Dicha aseveración asocia a las personas mayores como aquellas que a medida que envejecen van perdiendo todo tipo de independencia y autonomía. En este sentido, la afirmación es falaz. En otro momento discutiremos el porqué.

Lo cierto es que en muchas personas mayores (no todas, recordemos que hay vejeces) el proceso de envejecimiento las acerca a su infancia. Lo hemos constatado en Voces Mayores*; la mayoría de las historias recuperan ese momento de la vida o el vínculo con las infancias de su presente (por ejemplo, la relación que en el presente mantienen con sus nietos o nietas. Quienes son abuelos/as, por supuesto) así como las experiencias atravesadas por el amor personal e interpersonal.

Marianne Williamson, en su libro Volver al amor”, expresa de forma contundente que: el amor es aquello con lo que nacimos. El miedo es lo que hemos aprendido aquí. El viaje espiritual es la renuncia al miedo y la nueva aceptación del amor en nuestro corazón. El amor es el hecho existencial esencial”.

Hay un viaje espiritual que muchas personas envejecientes han elegido emprender que les ha significado volver a conectar con ese amor primitivo, con ese amor de la infancia. Recordarlo, escribirlo, hablar de las vivencias de niño, de niña, nos acerca a él. Por eso elijo resignificar la mirada viejista de la afirmación Los viejos son como niños” y asociarla a esa vuelta al amor. Los viejos necesitamos volver al amor para disipar el miedo.

Hace un año y días, el mundo entero comenzaba a atravesar una realidad desconocida hasta el momento; una pandemia que nos obligó a volver al amor. Podemos hacer múltiples lecturas al respecto. Sin embargo, muchos coincidimos, con algo de timidez, que se trató (y aún sigue tratándose) de un sacudón para volver a mirarnos con ojos de niños.

Williamson afirma que: el miedo es la falta de amor que todos compartimos, nuestros infiernos individuales y colectivos. El miedo se expresa bajo diferentes formas: cólera, malos tratos, enfermedad, dolor, codicia, adicción, egoísmo, obsesión, corrupción, violencia, guerra. El amor está dentro de nosotros. Es indestructible; solo se puede ocultar. El mundo que conocíamos de niños sigue sepultado en nuestra mente”.

Los medios abruman con noticias poco esperanzadoras: que las vacunas se acaban, que no llegarán nuevas dosis, que se viene el rebrote, que ya hay cepas británicas y brasileñas dando vuelta. En medio de esa nube negra, el miedo nos desconecta de la experiencia del amor, esa que nos inunda de bondad, de entrega, de perdón, compasión, paz, júbilo, aceptación, unión, intimidad. Un día a la vez”, reza el mantra que me regaló una amiga en estos tiempos donde la previsión es un simple deseo.

Que la coyuntura, la nueva normalidad, o como queramos denominar a estos tiempos, no nos alejen aún más de quienes supimos ser. En eso consiste el milagro: en la desaparición de las nieblas, en un cambio de percepción, en un retorno al amor”.

Porota.

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*Voces Mayores es una iniciativa del Club de la Porota y de la Fundación Navarro Viola que tiene como propósito crear un Registro Federal de Historias de Personas Mayores de 60 años. Para más información ingresar a www.porotavida.com o a www.fnv.org.ar

 

Voces mayores

En tanto el tiempo pasaba

Esperanza tiene 80 años y es de Morteros, Córdoba. Nos comparte uno de los relatos que está recopilando sobre su vida y que llamará «Emociones». ¡Gracias por confiar en nosotros para compartir uno de esos episodios!

En tanto el tiempo pasaba

Yo iniciaba el camino que el azar inclemente abría a mi destino. Imposible ignorar las expectativas que entonces agitaban mi despertar de niña.

Mi entorno familiar era un lugar con misterios a develar, donde en ocasiones éramos testigos de conversaciones que sabíamos que lo que expresaban los mayores no era en realidad lo que ellos querían decir. Cuando se enteraron que nosotros comprendíamos el piamontés, dialecto que sus ancestros habían traído de Italia, cambiaron el estilo de sus diálogos.

Eso oculto que dejaban en suspenso debíamos luego interpretarlo. Por supuesto,  lo razonábamos según el criterio que cada uno consideraba el adecuado.

Cuando ya fuimos más grandecitos y espabilados, optamos por escondernos detrás de las puertas para fisgonear las conversaciones que generaban nuestra curiosidad.

Para las niñas, las dudas que aparecían eran siempre más complicadas de desenredar que la de los varones.

Interna junto a mi hermana en un colegio religioso a los once años, imaginar la femineidad en el sexo que descubríamos, era la difícil consecuencia de interpretar lo que nos ocultaban los mayores. Todo era un misterio que nuestra cabecita magnificaba.

El período menstrual al que la odiosa” naturaleza condenó a las mujeres, era un tabú del que en la casa no se hablaba y lo poco que intuíamos, sí sabíamos que un día su fastidio nos alcanzaría.

Y aunque en el hogar viéramos a mamá engordar sospechosamente, insistían en contarnos que a los bebés los traía la cigüeña.

Las monjitas del internado, con su  cháchara nos machacaban la idea de que debíamos llegar virgen al matrimonio, cuidando así la honra de cada una de nosotras y la del varón que sería nuestro esposo un día.

¿En qué momento la humanidad se volvió tan cretina con nosotras las mujeres?

Hoy creo que en este juego de entonces, de apariencias y consecuencias, las monjitas de la Congregación Salesiana de María Auxiliadora” fueron las más perjudicadas al no permitírseles siquiera experimentar sensaciones que dejan experiencias. 

¿La fe religiosa es paliativo suficiente para justificar las mentiras con las que entonces engañaban a la especie?

Hoy, para mi propia serenidad de conciencia, debo aceptar que en aquel tiempo… ¡era así!

Y a otra cosa.

Esperanza Rosa Chiapero, 80 años

Ciudad de Morteros, Córdoba.

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