Ya casi es un lugar común de las discusiones de política internacional: la invasión rusa del lateral rusófono ucraniano, tras la re anexión previa de la península de Crimea, anticipa el siguiente gran paso violento en todo el Oriente: la reunificación de la China continental con la China insular (llamada antes Formosa, ahora Taiwán). Y tanto los complejos pasos diplomáticos de Beijing -especialmente desde el último Congreso del Partido Comunista y de la ratificación de Xi Jinping al frente del poder para una inédito tercer mandato-, como su postura, diálogos y gestos hacia Vladimir Putin ratifican esa intuición: si la campaña en Ucrania termina inclinando la balanza hacia el lado ruso, China acelerará los nunca abandonados planes de invasión de la isla a la que sólo concede estatus de provincia, y cuya integración con el resto de la República Popular reivindica desde siempre (o sea, desde que la llegada de Mao Tsé Tung a Pekín, tras la revolución de su “Larga Marcha” de campesinos, expulsara al régimen republicano nacionalista del Kuomingtan, y éste, con el general Chang Kai Shek a la cabeza, cruzase el estrecho del Mar de la China para instalarse en Formosa).
Todos estos elementos son conocidos, sabidos y repetidos. En las dos versiones -la que se transmite desde Beijing, y la que se sostiene desde Taipéi, auto proclamada capital de la Republic of China (ROC)- son los elementos que los diplomáticos chinos reiteran una y otra vez en cuanto foro pueden, desde 1949. Todo esto se sabe, como se sabe también que Estados Unidos está convencido -a pesar de toda la retórica política encendida y militante- de que antes o después Taiwán terminará integrado a la China continental.
Entre los múltiples aspectos que podría mencionar para apoyar esta afirmación me limito a marcar dos: Washington nunca reconoció la existencia de la ROC, y no tiene, por lo tanto, embajada en Taipéi. Y segundo: apenas quedó claro que quien mandaría realmente en China sería Mao, fueron los Estados Unidos los que obligaron al representante taiwanés a que se levantara de su asiento en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, para permitir que en él se sentase el representante del “Gran Timonel”, el camarada Mao. (Situación que se mantiene sin cambios hasta el presente).
Washington sabe que Taiwán terminará integrado a la República Popular China alguna vez, pero le interesa que ese “alguna vez” tarde tanto como sea posible. Y esta es la razón de que Beijing, disponiendo del segundo ejército más poderoso del globo, aún no haya invadido esa isla a la que sólo considera una provincia.
El elemento militar se cruza con el elemento estratégico, porque, como casi todo en este enmarañado y complejísimo caso, hay muchas aristas. O sea: militarmente, Beijing tiene la capacidad de invadir exitosamente Taiwán; pero, estratégicamente, no puede hacerlo sin comprometer negativamente su creciente rol de potencia hegemónica mundial, garante de la estabilidad, el equilibrio y la paz.
Taiwán, tanto por su ubicación, como por la distancia marina (hay apenas 128 kilómetros en la parte más angosta del estrecho entre ambas cabezas de playa) es militarmente vulnerable en extremo ante un ataque aéreo combinado con una incursión marítima, o sea, ante una invasión militar en toda regla: no podría detectar a tiempo los lanzamientos de misiles tierra-tierra desde la costa oeste ni los lanzados desde la flora la China continental, menos aún los bombardeos aéreos directos. La fuerza aérea de la República Popular China podría establecer un control temprano del espacio aéreo común, aunque el costo de destrucción de infraestructura sería muy elevado (los puertos y aeropuertos que debería destruir serían los que luego necesitaría para controlar la invadida Republic of China para desembarcar tropas, armas y pertrechos).
El elemento militar, además, tiene otra cara, como siempre: Taiwán -con la invalorable asistencia tecnológica y económica del Departamento de Estado norteamericano, todas sus fuerzas armadas y sus agencias de inteligencia- ha venido armándose fuertemente desde los primeros años de la Guerra Fría. Entre otras capacidades, los chinos insulares taiwaneses disponen de 411 jets F-16 y Mirage 2000, ocultos en túneles de las montañas, desde los que logran despegar sin pistas externas; o sea, se mantendrían operativos aunque los aeropuertos hayan sido bombardeados por los misiles de la China continental. Además, este complejo de túneles excavados en las montañas septentrionales de Formosa está “on line” por vía satélite (que tampoco inutilizaría un bombardeo) con las bases aéreas estadounidenses asentadas en las islas del Pacífico, principalmente las del Japón (Okinawa es prácticamente un portaviones norteamericano), Hawái, y Yokosuka, donde amarra la Séptima Flota, con más de 70 barcos, submarinos, y unos 150 aviones (alguno de los cuales puede que albergue ojivas nucleares). ¿Tablas? No, tampoco.
Xi Jinping ordenó públicamente a su ejército estar capacitado técnica y tácticamente para recuperar Taiwán en 2027. Y Xi no suele decir una palabra de más. Generalmente, tampoco una de menos. Entonces, ¿es realmente posible una guerra entre chinos?
Mi opinión: la posibilidad existe, pero es improbable. Me inclino a pensar que el proceso será más parecido al que se dio con Hong Kong, o con Macao. Extensas negociaciones; estatus económico y monetario diferenciado; grados de autonomía exterior; prerrogativas a larguísimos plazos. Pero que el destino es el de “una sola China” no tengo la menor duda.