Durante el fin de semana se llevó a cabo, finalmente, la cumbre del G-20 en Nueva Delhi. Este sólo hecho -el haber logrado concretar la reunión, que estuvo en duda hasta apenas horas antes del acto de apertura- ya es una buena noticia. Una pobre, gris, apagada y mediocre buena noticia, pero que hay que rescatar en un momento internacional donde ni siquiera éstos mínimos pasos están presentes; por el contrario: el balance y las perspectivas mantienen una acentuada pendiente negativa.
Entonces, primera conclusión: bien para el golpeado multilateralismo el haber logrado superar los vetos geopolíticos y de seguridad (léase: la guerra de Ucrania), consiguiendo mantener abierto el canal de diálogo al máximo nivel dirigencial. Y esto en un momento, además, en que las instituciones multilaterales estables, como las Naciones Unidas, se muestran estancadas, al punto de volver al escenario de “mutuo veto cruzado” de los peores años de la Guerra Fría (donde cada iniciativa respaldada por los EEUU era vetada por la Unión Soviética en el Consejo de Seguridad, y, recíprocamente, las propuestas rusas eran frenadas por el veto norteamericano, paralizando de hecho a la ONU durante más de tres décadas).
Una vez más, fue decisivo el rol del denominado “sur global” para que la Cumbre del G-20 pudiera concretarse. Y dentro de ese sur -también una vez más- fue central el papel jugado por el brasileño Lula da Silva, que enfáticamente llamó a que la guerra de Ucrania y las posturas de la Administración Biden en la provisión de armas al gobierno de Volodímir Zelenski no fueran un obstáculo para reunirse: “No podemos dejar que la geopolítica secuestre al G-20”, sostuvo. Y lo logró.
Segunda conclusión: A pesar de los enunciados previos, que llevaron a que la reunión se concrete, la seguridad internacional y la tensión creciente entre EEUU y las potencias emergentes no pudo meterse debajo de la alfombra. El año pasado, cuando el G-20 se reunió en Bali, Indonesia, la declaración final mencionaba explícitamente a Rusia y calificaba de “condena rotunda” la intervención militar en territorio ucraniano. Por el contrario, el domingo en Nueva Delhi esos términos desaparecieron: ni se menciona a Rusia en el documento final, ni se “condena” (ni rotundamente ni de ninguna otra manera), sino sólo se apela a la búsqueda común de una paz justa y duradera, y a la abstención de la fuerza para la consecución de cuestiones territoriales. Punto. En Moscú, Vladímir Putin expresó su satisfacción con el texto; dicen que en el Vaticano también hubo un guiño positivo. En Kiev, por el contrario, Zelenski no ocultó la amarga decepción de este retroceso en el apoyo internacional de los Veinte grandes.
Tercera conclusión: el sur viene marchando. Es claro que cuando se hace referencia al “sur global” el criterio no es estrictamente geográfico, tal como ya se vio en la reciente cumbre de los Brics y en la ampliación de ese foro; es, más bien, un concepto que enfrenta a los países con apetencia de protagonismo mundial ante la pretendida hegemonía de Occidente (o sea, de los EEUU, la Unión Europea, y, sobre todo, de la Otan). Ese “sur global” avanzó un paso más en esta Cumbre, que se vio impelida a habilitar la incorporación de la Unión Africana al foro. Las emergentes economías africanas en la mesa de los Veinte grandes, quién lo hubiera dicho. Un evento impensable hace apenas un par de años, y un refuerzo al gran valedor y socio de esas nuevas economías emergentes del continente africano: China.
Y cuarta conclusión de este intenso fin de semana multilateral: es el turno de la India. Recuerdo un profesor de Política Internacional, en mis años universitarios, que solía repetir una muletilla: “cuidado con la India, en algún momento sorprenderá”. Fue un visionario, cada vez me convenzo más, porque lo advirtió con medio siglo de anticipación. La India presidió la Cumbre, y el protagonismo de su polémico y cuestionado líder, Narendra Modi, es cada vez más acusado. Y menos subrepticio: “Nuestro objetivo es dominar el mundo”, dijo Modi, sin que le temblara el pulso, en el discurso central de los actos que conmemoraron el 75 aniversario de la independencia de la India de la Corona británica. Su nacionalismo exclusivista lo enfrenta a la enorme población musulmana (unos 200 millones de hindúes) hacia el interior, y la construcción de un hinduísmo excluyente y autoritario concentra todas las críticas desde el exterior. Pero el enorme crecimiento económico y tecnológico de los últimos años (que incluye hasta la conquista de la cara oculta de la Luna) ponen al gran país-continente en la pelea por el ansiado vértice de la pirámide del poder global.
Y en el cartelón de fondo del G-20, Narendra Modi lo dejó explícito en términos simbólicos: no escribió “India” -que es un término asociado a Occidente, al imperialismo y al colonialismo inglés- sino “Bharat”, el nombre con el cual los nacionalistas hindúes denominan a esa inmensa tierra. Y ya se sabe: el que elige un nombre, elige un destino.