El domingo 30 de agosto a las 20:18 hs, nuestro país envió un objeto al espacio exterior. A pesar de que se lanzó desde la estación de Cabo Cañaveral, en Estados Unidos, fue construido a miles de kilómetros de allí, en Argentina. Solo en su lanzamiento participaron más de 50 profesionales distribuidos en ambos países. Aquí, además, estaban dispersos en las provincias de Córdoba y Río Negro, y en la Ciudad de Buenos Aires. Para diseñarlo y construirlo, sin embargo, se necesitaron varios cientos de personas más.
Nadie sabe con exactitud cuándo comenzó a construirse. La versión oficial nos traslada 26 años atrás -a febrero de 1998- cuando la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE), le presentó al entonces presidente Menem el proyecto y la idea de desarrollar un plan espacial en Argentina. En noviembre de ese mismo año se aprobó el plan estratégico, que incluía un ítem de nombre extraño: Satélite Argentino de Observación Con Microondas (SAOCOM). Argentina no es un país que se caracterice por las políticas públicas a largo plazo, pero entonces, ¿cómo fue posible que durante casi tres décadas un sinnúmero de funcionarios, técnicos, contratistas y trabajadores se hayan sucedido uno tras otro para fabricar un objeto tecnológico tan sofisticado?
Quizá la explicación más razonable sea que este tipo de productos no son resultado de un simple grupo humano. Antes de construir un satélite hay que construir un sistema científico-tecnológico que construya un satélite. Los sistemas de esta clase poseen componentes heterogéneos. Algunos son recursos naturales y técnicos como electricidad, computadoras, camiones y trajes especiales; otros son científicos, como libros, carreras universitarias, programas de investigación; otros son elementos legislativos, como leyes y regulaciones; otros son componentes institucionales como la CONAE o el GEMA (Grupo de Ensayos Mecánicos Aplicados) de la Universidad Nacional de La Plata, o empresas como INVAP (cuyo principal accionista es la provincia del Río Negro) o VENG (Vehículo Espacial Nueva Generación).
Por otro lado, se requiere tiempo y aprendizaje. Por ejemplo, a finales de la década de 1990 se lanzaron dos satélites pequeños, el SAC-A y el SAC-B. En ese momento Argentina no contaba con un sistema científico-tecnológico capaz de hacer los paneles solares, que fueron provistos por otros países en el marco de la cooperación internacional. No obstante, este proyecto permitió que muchos de los científicos y trabajadores de la CONEAE interactuaran con gente de la NASA, lo que les permitió ganar conocimientos y habilidades en la gestión de proyectos tecnológicos de gran complejidad. En el 2000 se lanzó el SAC-C, primer satélite argentino de teleobservación. No solo aumentó el tamaño del objeto sino también el del desafío. En esa ocasión, parte de los paneles solares fueron hechos en el país, por trabajadores argentinos. Luego, en 2011 se puso en órbita el SAC-D Aquarius, construido en conjunto con la NASA. Ahora sí: todas las placas solares se hicieron aquí a través de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA).
Cada objeto que se hace, por pequeño que sea, integra un poco más el sistema, suma una nueva institución, forma un nuevo recurso humano, afina mejor un instrumento legal y consolida un consenso político. Hacer cosas une e integra, no hacerlas, no.
Del campo a la ciudad, de la ciudad al espacio
Nuestro país, el que construyó el sistema científico-tecnológico que construyó el SAOCOM 1B, se ve afectado desde siempre por divisiones sociales, una de las cuales es campo/ciudad. Mientras los productores agrarios habitan el interior, los científicos suelen habitar los grandes centros urbanos, donde están las universidades, los laboratorios y las empresas. En la distribución del mercado mundial, a la Argentina se le suele asignar el rol agroexportador. Hacer satélites no es lo nuestro, ¿para qué gastar energías y recursos públicos en eso?”, se escucha más seguido de lo que a uno le gustaría.
Hace casi tres décadas, el proyecto SAOCOM respondió a una demanda del campo, a través de la Secretaría de Agricultura de la Nación, cuyos funcionarios soñaban con desarrollar tecnología espacial que provea información sobre los suelos, el agua y la vegetación del territorio; no solamente para optimizar la producción agrícola, sino también para prevenir y gestionar catástrofes naturales. Me imagino lo lejano que se les debe haber presentado a esos funcionarios ese objetivo. Hace dos domingos pusimos un objeto en el espacio que ahora nos permite observar la Tierra las 24 horas, los siete días de la semana, de día y de noche, con o sin nubes. Ahora podemos monitorear la humedad del suelo; elaborar mapas de riesgo (tanto de inundación como de incendios); controlar enfermedades de cultivos; proyectar escenarios para tomar mejores decisiones con respecto a la siembra y fertilización. También, gracias a la moderna tecnología de radar con la que está equipado el satélite, podemos encontrar agua para riego bajo la nieve, estudiar el desplazamiento de terrenos, pendientes y alturas, e incluso de glaciares.
Cuando escuchemos hablar de soberanía tecnológica debemos pensar en eso: tenemos un satélite que puede satisfacer las necesidades del país. Está pensado para nosotros, y cuando eso pasa, la sociedad se integra. Sin satélite, los intereses del sistema científico-tecnológico argentino estarían más lejos de los del sector agroexportador, pero ahora mismo la CONAE y el INTA trabajan juntos en aplicaciones digitales para mejorar las decisiones de manejo de cultivos.
En el futuro, buena parte de los cultivos que crezcan en este suelo serán, al igual que el satélite, el producto del sistema científico-tecnológico que hemos desarrollado.
Lo científico es social
Es un lugar común decir que el sistema científico-tecnológico es construido socialmente, pero es verdad. Cada componente es una parte de nuestra vida social y de nuestra historia como país. La mayoría de los ingenieros son el producto de las universidades públicas por la que nuestro pueblo luchó por décadas; los libros y artículos son el resultado de cientos de horas de trabajo de investigadores financiados por organismos públicos, como Conicet y Foncyt, que además les permite viajar y capacitarse y financia los programas de investigación que también son elementos del mismo sistema científico-tecnológico.
Las leyes y normas que permiten regular aspectos impositivos, la compra de insumos y la utilización de los servicios son productos de políticas públicas, debates parlamentarios, gestiones (y seguramente lobbys) de diferentes pelajes.
Hace dos siglos”: probablemente esta sea la mejor respuesta a la pregunta sobre cuándo comenzó a gestarse el SAOCOM, que concluyó con el lanzamiento del 1B hace dos domingos.