Cuando el matemático Alan Turing inauguró el campo de la Inteligencia Artificial, a mediados del siglo pasado, propuso el famoso “juegos de las imitaciones”, en el cual, para que una máquina sea considerada inteligente debe comportarse como un humano inteligente, a tal punto que otro humano no pudiera distinguir su naturaleza maquínica. Sin embargo, corrientes posteriores y más actuales suelen bajarle el precio a la imitación.
El científico holandés de la computación, Edsger Dijkstra, ha dicho que “la cuestión de si una computadora puede pensar no es más interesante que la cuestión de si un submarino puede nadar”. Las máquinas pueden hacer cosas más interesantes y potentes que pensar como humano, pueden procesar información, encontrar patrones y correlaciones en el mundo de formas que ni podemos imaginarlo. ¿Para qué construir una máquina que nade si podemos construir un submarino? ¿Para qué construir inteligencias artificiales que se parezcan a las “naturales”? ¿Para qué construir robots?
“Lástima que no sea verdad tanta belleza”
El robot representa a la máquina con aspiraciones sociales, su propósito es encajar, mezclarse en nuestras prácticas cotidianas sin provocar escándalo o rechazo. Para eso deben dar respuestas rápidas e inteligentes a nuestras preguntas y, más importante aún, a nuestras órdenes.
Desde luego, la apariencia es importante para lograr la aceptación social. Bajo ese principio, desde hace décadas los ingenieros intentan construir robots parecidos a los humanos. La animatrónica es una rama fuerte dentro de la robótica, y persigue justamente ese objetivo: construir máquinas animadas. Recordemos al robot Sofía, cuyo rostro acuñado con silicona especial le permite imitar más de 60 gestos humanos. No se trata sólo de lograr una función, como un brazo mecánico en una automotriz, sino imitar la expresión humana. El brazo es símbolo del trabajo, pero la expresión radica sobre todo en las manos, en el rostro y en la conversación.
Si la inteligencia humana es difícil de imitar artificialmente, la expresión humana lo es en igual medida, tal vez porque hay un vínculo inherente entre ambos aspectos. Una máquina que sonría, que mire, que converse, de forma que no notemos que es máquina. Una máquina que genere la ilusión de que “hay un alguien ahí”. Es como disfrazar un submarino de pez para que se confunda en el cardumen, a pesar de que sea una ilusión. Los robots, son, desde este punto de vista, menos parecidos a las máquinas que a los títeres de feria que buscan generar un contacto emocional con el espectador, una simpatía y una empatía.
Algunos teóricos piensan que la imitación robótica no es tanto una cuestión tecnológica como de imaginario social. Es el caso del filósofo francés Gilbert Simondon que hace setenta años escribía: “el robot no existe, es solamente un producto de la imaginación y de la fabricación ficticia, del arte de la ilusión”. La pregunta inevitable es: ¿si los robots no existen, por qué hay tantos?
Yo, chatbot
Comunicarse eficazmente con las máquinas es un propósito implícito en nuestra cultura desde que construirlas para que asuman las tareas pesadas y peligrosas, y, en ocasiones, también las aburridas, se ha convertido en una práctica prioritaria. La interacción con las máquinas mecánicas del siglo XIX era fría y distante, permanecían apartadas en fábricas o galpones, como sirvientes sin ningún tipo de reconocimiento. Los dispositivos digitales actuales, en cambio, trabajan en nuestras oficinas, viajan con nosotros, habitan las aulas de nuestras escuelas, atienden y administran nuestros negocios, duermen en nuestras habitaciones. Conviven con nosotros, y es inevitable, entonces, que se roboticen, que tiendan a mezclarse con mayor naturalidad entre nosotros y que se fomenten y exploren formas más fluidas y emocionales de interactuar con estos seres artificiales (y por medio de ellos).
Por otra parte, desde que la mayoría de las tareas se han trasladado al teléfono y a la computadora, la expresión facial del robot importa tanto como expresión en la conversación, sea hablada o escrita. Si nuestra socialización migra a lo virtual, es el mundo virtual en donde el robot se tiene que integrar. Alexa, de Amazon, y Siri, de Apple, por tomar dos casos de las marcas comerciales más populares, son asistentes virtuales que pueden caracterizarse como robots de habla (voicebot). Por su parte, la estrella del momento, CHATGPT, de OpenAI, no sólo imita perfectamente la escritura humana (chatbot), sino la “expresión” de la escritura humana, o lo que es lo mismo, “el lenguaje natural”, la forma silvestre en que los humanos escriben.
Precisamente, el núcleo de los problemas que ahora genera ChatGPT es la delgada línea que separa la imitación de la impostura. Los docentes en todos los niveles del sistema educativo, y los evaluadores de publicaciones científicas especializadas en el sistema científico y tecnológico, ya ven venir producciones escritas por un robot, indistinguibles de las de un estudiante o de las de un investigador. Peor aún, de un alumno que estudió o un investigador que investigó.
En otras palabras, el robot logra finalmente su objetivo: se mimetiza con nuestras prácticas sociales. Puede hacer un examen, presentar un artículo en una revista, hacer una publicación en redes sociales… sin que un ser humano se dé cuenta.
El ilusionista, el impostor, el humano
Todo parece indicar que la pregunta por la imitación, que implica la pregunta por la impostura, es, precisamente, la pregunta por la forma en que los humanos vamos a lidiar con las máquinas, pero también nos interroga acerca de cómo lidiamos con otras personas.
Lo que no recoge la frase de Dijkstra es que un submarino, a diferencia de ChatGPT, difícilmente tenga aspiraciones sociales y pueda pasar desapercibido en una entrega de trabajos prácticos de la facultad. Si el robot es la máquina que se mezcla finalmente con nosotros, en nuestras prácticas sociales, es porque puede hacer lo que todos hacemos en el ámbito social: fingimos, algunos con mayor naturalidad que otros, ser personas.
Aprendemos a manejar el lenguaje, y a seleccionar las respuestas aceptables en cada contexto. El problema de la ilusión/impostura, en todo caso, es un problema antropológico y filosófico que excede al robot, y nos implica también a los seres humanos. Es más, podemos invertir el razonamiento y pensar que si abundan los robots es porque la imitación y la simulación son habilidades humanas básicas para la socialización. No se trata sólo de lo que pueden hacer las máquinas, sino, también, de cómo pueden hacernos creer que son seres sociales (una habilidad muy humana, demasiado humana), para integrarse “naturalmente”.
También en esa “ilusión” trabajan las grandes corporaciones tecnológicas. Y trabajan en eso porque los robots no existen; pero que se venden, se venden.