Corre, dijo la tortuga
Durante la pandemia, agobiado por el encierro, adquirí el hábito de salir a correr por las noches. Vivía a diez minutos del Parque Sarmiento y aprovechaba los grandes espacios verdes que, atravesados por callejuelas y caminitos, presentaban un ambiente plácido y natural en el que el ejercicio se confundía con el paseo. Correr cerca de otros, además, se había convertido en una de las pocas actividades sociales que no implicaba riesgo de contagio, y permitía verificar que había vida más allá de las paredes del departamento o el brillo de la pantalla. Meses después, la pandemia amainó, no así ese hábito, que, sin embargo, se vio interrumpido por otro acontecimiento fortuito: una mudanza.
A finales del año pasado me mudé lejos de aquel parque, y de cualquier otro. Mi casa ahora se ubica frente a un enorme hipermercado que abarca una manzana completa. Mientras vaciaba las cajas, en el primer día aquí, en la nueva casa, pensaba que mis días de runner novato habían terminado, pero al caer la noche comprobé que en mi nuevo barrio las personas corren alrededor del hipermercado. En un principio el espectáculo me pareció un poco distópico: al bajar el sol, y en ocasiones antes, lentamente las veredas del monstruo comercial comienzan a poblarse de runners que corren en ambas direcciones, en sentido horario y antihorario, entreverándose con clientes del hiper que salen de allí con bolsas cargadas de mercadería colgando de sus manos. El ejercicio, ahora, se confundía con el consumo. En los cuatro o cinco portones que permiten el ingreso y egreso al perímetro, clientes y runners se esquivan, se saludan, se observan con extrañeza. Mientras miraba eso desde mi ventana, extrañaba el parque y lamentaba su pérdida.
E-Entrenador
No tardé mucho en sumarme al batallón, a veces como uno de los corredores, a veces como uno de los clientes que acarrean bolsas. Siempre me irrita el otro bando. Alternativamente, me molesta que los demás no comprendan que la vereda es para los clientes o para los runners. Con cada vuelta al hiper olvidaba un poco más el parque, y como sello definitivo de la transición, adquirí en una de las tiendas de mi nueva sede deportivo-comercial, un pequeño dispositivo digital para monitorear el entrenamiento. Se trata de una pulsera con pantalla táctil que se ajusta a la muñeca, y que por medio de sensores que recogen la información corporal, como las pulsaciones por minuto y la frecuencia cardíaca, y un GPS que mide las distancias recorridas, puede inferir y evaluar estadísticamente el rendimiento físico. Esa información se acumula día tras día en la memoria del dispositivo, e incluso puede descargarse en la del teléfono, que tiene mayor capacidad. En base a esa información, cruzando los datos de un día y de otro, la pulsera inteligente no solo puede determinar los progresos físicos, sino que asume, además, el rol de un personal trainer digital, elaborando objetivos y metas a futuro que uno puede (y debe) cumplir: “esta semana tienes que correr X distancia sin bajar de Y pulsaciones por minuto”, por ejemplo. Cuando uno alcanza un objetivo, o logra alguna distancia importante, la pulsera vibra, no solo para notificar el logro, sino, le parece a uno, también para celebrarlo. Es como si los algoritmos saltaran abrazados festejando en las periferias de mi mano. Pero la vibración no siempre es celebratoria. Si, por ejemplo, uno se detiene porque está cansado (o porque un comprador cargado con bolsas se cruzó en su camino), inmediatamente se siente un temblor en la muñeca reclamando que se retome la actividad. Es como un “vamos, vamos” algoritmizado. Lejos del parque, ahora, así paso las noches, corriendo alrededor de una enorme plataforma comercial obedeciendo las órdenes de una pulsera electrónica.
La vida es un juego
En su libro No-cosas (2022), el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, plantea una tesis interesante, aunque, desde mi punto de vista, un poco exagerada. Es la información, no las cosas, la que determina el mundo en el que vivimos actualmente: “Ya no habitamos la tierra y el cielo, sino Google Earth y la nube”, nos dice con un dejo de ingeniosa tristeza. “Nada es sólido y tangible”, remata. Esta última frase, que recuerda a las célebres palabras del Manifiesto Comunista, y la mención a una de las grandes transnacionales tecnológicas, parece anticipar que el libro de Han analizará las condiciones materiales y económicas que modifican las prácticas humanas en la era de la información. Sin embargo, nada de eso se retoma en el libro, que más bien explora (con cierta monotonía por momentos) la dimensión psicológica y sentimental de la transición hacia lo digital, sobreactuando la nostalgia por haber perdido la estabilidad de las cosas y estar sumido en la vorágine de la información. En el primer capítulo del libro define, no obstante, dos conceptos que me vienen bien para describir el nuevo giro en mi “vida deportiva”. El primero de ellos es el de infómata. “¿En qué se convierten las cosas cuando prevalece la información?… en actores que procesan la información… y se comunican con nosotros”. Infómata es una buena descripción de mi pulsera: un robot doméstico que puede percibir lo que yo no, y puede, automáticamente, dar indicaciones en relación a esa información objetiva que, en muchos casos, contradice mi propia percepción de los hechos. Puedo sentir que estoy cansado, pero la pulsera me indica que, en función de mis estadísticas, no debería estarlo aún. El otro concepto interesante es el de juego. El ejercicio, en mi caso, ha devenido un videojuego electrónico en el cual el objetivo es vencer las estadísticas del dispositivo en mi muñeca. Ya no me guío por el paisaje del parque, sino por números y correlaciones que traducen lo que sucede en el mundo bajo mis pies. “En su efecto emancipador”, nos dice Han, “la digitalización promete una forma de vida que se asemeja al juego. El ser humano del futuro, sin interés por las cosas, no será un trabajador (Homo Faber), sino un jugador (Homo Ludens)”. A pesar de que estos dos conceptos describen adecuadamente un estado de cosas actual, tengo cierto reparo con las consecuencias terribles que Han proyecta en su libro, en el que incluso se lee esa frase que se ha dicho tantas veces: “es el fin de la historia”. ¿No exagera un poco? Lo discutiremos en la próxima columna. Ahora debo cruzarme al súper, que está por cerrar, me voy corriendo.