Permítanme comenzar por un lugar común y autorreferencial. Mientras escribo estas líneas, a mis espaldas, en mi biblioteca, entre los demás libros se encuentra un volumen de “Filosofía della Tecnica”, del filósofo alemán Friedrich Dessauer. El libro, uno de los primeros sobre la temática, fue publicado en 1933 y traducido al italiano en 1945 por la editorial Morcelliana. De los muchos ejemplares de esa traducción que se publicaron hace casi 80 años en Italia, uno de ellos terminó en el año 2017 en una librería de usados de la calle Ayacucho, en Córdoba, donde lo encontré una tarde de otoño, perdido entre muchos libros más.
Cuando lo vi, viejo, ajado, manchado por los años, escondido entre otros que tenían muchas más chances de ser adquiridos, pensé que estaba condenado a estar ahí por años, y probablemente terminar en la basura. Ese pensamiento fue el impulso que necesitaba para sacarlo de allí, caminar hacia la caja y comprarlo, menos porque pensara leerlo que porque debía rescatarlo de su destino.
No lo sabía aún, pero en 1931, Walter Benjamin había escrito: “considero uno de los más bellos recuerdos del coleccionista el momento en el que acudió al rescate de un libro en el que nunca había pensado, ni nunca había deseado comprar, hasta qué, viéndolo tan expuesto y abandonado en plena venta pública, lo compró para devolverle su libertad. Pues para el coleccionista, la verdadera libertad de los libros se encuentra en las estanterías de su biblioteca”.
Todos los discos el disco
En 1968, The Beatles publicó el “Álbum blanco”. Hace unos días circuló una noticia en varios portales sobre un joven coleccionista, llamado Rutherford Chang, que posee una colección de más de 3.000 copias en vinilo de este disco. ¿Por qué? Recuerdo que Dolina solía decir que una biblioteca que tenga 1.000 ejemplares de la “Metafísica” de Aristóteles es menos rica que una que tenga sólo un ejemplar y 999 libros malísimos.
La variedad parece un requisito de cualquier colección. Pero desde el particular punto de vista de Chang, lo que importa no es el “Álbum blanco”, sino los álbumes blancos. Cada uno de estos objetos ha vivido 54 años en las manos de un propietario diferente, que ha dejado sus marcas en él. En su cuenta de Instagram (@webuywhitealbums), Chang expone fotografías de cientos de portadas, que, si bien son la misma, poseen marcas e intervenciones caseras que vuelven a cada una singular, única: manchas, moho, garabatos y dibujos con fibrones o lapiceras, roturas, magulladuras, cintas, calcomanías.
Cada uno de los ejemplares, a través de sus marcas, narra la historia individual de sí mismo. En última instancia, lo que colecciona Chang, a quien en realidad no le gustan mucho Los Beatles y rara vez escucha alguno de los discos, son esas historias. Su objetivo principal es salvarlas del olvido en un estante polvoriento, y reunirlas en su propia estantería. En términos de Benjamin, el coleccionista “considera que el destino esencial de cada ejemplar se realiza sólo cuando lo encuentra a él y a su propia colección”.
Si tenemos en cuenta que se vendieron más de tres millones de copias del “Álbum blanco”, no es discutible que Chang aún tiene una gran tarea por delante. Los ejemplares que pudo rescatar hasta ahora están ordenados cada uno con su número de catálogo, como si pudiera imponer un orden a la caótica circulación que ese álbum tuvo durante décadas en millones de hogares.
No fungible
El coleccionista no colecciona contenidos, sino cosas. El contenido tiene un único origen, las cosas miles de procedencias. Los miles de ejemplares de “Filosofía della Tecnica”, de diferentes ediciones, tienen impresa en sus páginas la misma combinación de palabras, y, por lo tanto, en un sentido, no está mal decir que todos son el mismo libro. Sin embargo, en otro sentido, uno y sólo uno de esos ejemplares terminó en una librería de la calle Ayacucho, en Córdoba, vaya a saber a partir de qué azarosa y arbitraria combinación de hechos que dejaron huellas en sus páginas.
Se podrá decir que eso no es motivo para afirmar que ese ejemplar es único. Y, sin embargo, volvamos a traer a Benjamin aquí: “la actitud del coleccionista respecto a sus objetos se basa en el valor que otorga a éstos”: esa historia es valiosa para mí, y, posiblemente, también para otros coleccionistas que ambicionen ese libro.
Lo mismo sucede con cada uno de los ejemplares del “Álbum Blanco” de Chang: posee una procedencia marcada en su material que le da un valor especial, más allá del que posee su contenido. Ese valor no es importante para todos, pero sí para todos los coleccionistas. Cuando una pieza tiene una historia única, y un registro material de esa historia en su cuerpo, deja de ser intercambiable, se transforma en algo (aquí incorporaremos un término que nos servirá más adelante) no fungible.
Un bien fungible es uno que se consume en su uso y que puede ser repuesto en su lugar. El dinero es fungible. Cuando gasto 100 pesos, consumo ese billete al usarlo, pero luego cobraré 100 pesos más y lo repondré. Las joyas, en cambio, no son fungibles, cada una de ellas tiene una particularidad en su acuñamiento que las vuelve únicas e insustituibles. De ahí la expresión metafórica de “una joyita” para objetos como mi ejemplar de “Filosofía della Tecnica”, o algún ejemplar del “Álbum Blanco” que tenga marcas insólitas. Esos ejemplares son bienes no fungibles, y allí radica su valor como objeto coleccionable.
NFT
En Internet habitan los archivos digitales antes que las cosas, y, por lo tanto, es el imperio de lo fungible. Un objeto en Internet, o ha nacido en la Red, o ha sido previamente digitalizado. Una vez allí, es copiable, intercambiable. Un archivo digital de “Filosofía della Tecnica” o del “Álbum blanco” de Los Beatles no puede ser un objeto único, sino un pedazo de código que se puede replicar y recomponer indefinidamente.
Las procedencias (quién subió, quién digitalizó, quién copió) pueden multiplicarse hasta el hartazgo y se vuelven irrelevantes. Así es difícil que haya objetos digitales coleccionables, porque no es simple que un archivo tenga una historia singular, ni hablar de marcas únicas e irrepetibles. Sin embargo, exactamente eso son los tókenes no fungibles (NFT, por sus siglas en inglés). Un objeto digital (una foto, un gif, un libro, un video, una obra de arte digital o digitalizada) que, por más que pueda ser replicada millones de veces, ese objeto (del que se extraen copias) posee una procedencia y una ubicación única en la Red.
¿Cómo es posible eso? Para responder esa pregunta será necesario adentrarnos en algunos detalles técnicos y conceptuales, una tarea que llevaremos adelante en próximas columnas. Tal vez, podamos encontrar algún hilo del cual tirar para comprender en qué consiste el coleccionismo digital, que, como todo coleccionismo, no está exento de especulación financiera. Especulación que se monta, en última instancia, en la creencia de aquella persona que, entre los millones de archivos digitales, compra uno muy especial, porque cree que la libertad de ese archivo sólo se encuentra en el disco duro de su dispositivo.