La rueda Eiffel cordobesa y otras cosas que se desgastan

Por Darío Sandrone

La rueda Eiffel cordobesa y otras cosas que se desgastan

La rueda Eiffel

En 1918 la provincia de Córdoba le compró a la de Tucumán una enorme “vuelta al mundo” para instalarla en el Parque Sarmiento, junto al Zoológico.

El monumental juego de hierro tenía veintisiete metros de alto, y veinte cabinas para trasladar personas. Se la conoció como la “rueda Eiffel”, debido a que se aseguraba que había sido construida en los talleres del ingeniero francés, cuyo nombre quedó inmortalizado en la torre parisina. La rueda Eiffel de Córdoba no fue tan célebre, y a decir verdad tampoco duró tanto. Al año posterior de la instalación hubo que modificar el esqueleto de hierro, porque algunas de sus partes implicaban un peligro para los pasajeros.

Probablemente en aquel momento los encargados hayan notado que la rueda comenzaba a deformarse debido a que los rayos cedían al peso de la enorme estructura, y ovalaba lo que debía ser una figura circular perfecta. Algunos sostienen que en Tucumán la rueda estaba bien armada, con los rayos entrecruzados, como los de una bicicleta, pero que en Córdoba los habían dispuesto de manera concéntrica, debilitando la armazón. Lo cierto es que, a lo largo de los años, fueron varias las reparaciones e intervenciones, llegando incluso a quitarle la mitad de las cabinas para aliviar el peso.

A pesar de los esfuerzos, en 1970 fue clausurada y nunca más volvió a girar. Se mantuvo en pie, sin embargo, durante más de dos décadas, hasta que colapsó finalmente en 1992, quedando reducida a un montón de hierros doblados. Una década más tarde fue restaurada, pero como una suerte de escultura metálica, sin poder girar ni cargar pasajeros. Aquello que alguna vez fue “La vuelta al mundo de Córdoba”, hoy es un enorme armatoste de hierro sin alma, que mira la ciudad desde la altura del Parque Sarmiento.

Cosas y objetos

Una buena manera de entender lo que pasó con la rueda Eiffel es lo que el filósofo Fernando Domínguez Rubio ha llamado “la discrepancia entre cosas y objetos”. Para ello, deberemos aceptar que, aunque usamos ambos términos como sinónimos, refieren a dos realidades distintas, que no siempre coinciden.

Las cosas, entendidas como procesos materiales que se despliegan en el tiempo, a veces se transforman en objetos, cuando las situamos en determinadas coordenadas sociales o simbólicas. Un pedazo de papel impreso (cosa) puede ser un billete (objeto); un poco de pintura en un lienzo (cosa) puede convertirse en una obra de arte importante y famosa (objeto); algunas ondas en el aire (cosa) pueden convertirse en una canción conocida (objeto). Un par de toneladas de metal soldado en forma de círculo (cosa) puede convertirse en un ícono del progreso y el entretenimiento en Córdoba, digamos, en un objeto muy atractivo. No obstante, el matrimonio entre cosa y objeto no dura para siempre, y, de hecho, es bastante frágil.

Las cosas crecen dentro de los objetos de manera inexorable, y no son pocas las veces que terminan destruyéndolo. Cada noche, durante décadas, el frío o el calor contraían y expandían alternativamente el metal de la “rueda Eiffel”. El permanente oscilar del hierro debilitaba sigilosamente las uniones soldadas, aflojaba poco a poco los tornillos o las tuercas. Incesantemente el óxido carcomía sus entrañas metálicas: la cosa se devoraba al objeto, mientras la ciudad dormía, o mientras estaba ocupada en otros objetos inmediatos, manipulables, que se entraman con cuerpos humanos en eso que llamamos vida cotidiana.

Pero en la vida cotidiana también las cosas disienten con los objetos. El silicio de un componente electrónico no soporta la corriente de electrones y colapsa, descomponiendo un electrodoméstico; una pieza en la canilla se desgasta y deja escapar gotas de agua; las páginas de los libros se ponen amarillas porque el papel se pudre a niveles moleculares. En todas partes, lo que hay de cosa en nuestros objetos, discrepa con ellos y los amenaza.

Si estamos atentos, podemos percibir los ecos de la batalla ontológica: un “glup” llega a nuestros oídos porque una burbuja de aire emergió inesperadamente en el dispenser de agua de la otra habitación; un “crack” se escucha nítidamente cuando un mueble cruje en el silencio nocturno de la casa. Esos pequeños lamentos de los objetos nos recuerdan que mientras ellos duermen las cosas no descansan.

Cosas y personas

Es cierto que las personas no son cosas, aunque tal vez lo correcto sería decir que no son solo eso. ¿Que hace que un poco de materia organizada y algunos procesos físico-químicos se transformen en un amigo, en un científico o en un presidente? ¿Que hace que de los mismos procesos fisiológicos emerja ese artista y no otro? ¿Qué hace que entre las cosas emerjan las personas? En cierta forma, eso que llamamos vida es la búsqueda de mejores coordenadas en la que estacionar esa cosa que nos constituye, casi como aquella rueda de hierro soldado que creyó llegar a su destino de objeto esplendoroso y admirable cuando se posó en lo alto del Parque Sarmiento.

Pero las cosas son implacables y los objetos son pretenciosos, al igual que las personas. Miramos la ciudad buscando ese lugar donde instalarnos para funcionar como un objeto resplandeciente; sin embargo, cada tanto, un “glup” en el estómago o un «crack» en alguna articulación, nos recuerdan que la cosa que habita en nosotros está allí, creciendo año a año, royendo a la persona que queremos ser, implacable.

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