La noche del 16 de noviembre de 1989, un grupo militar entró de manera intempestiva a la comunidad jesuita de la Universidad Centroamericana Simeón Cañas de El Salvador y asesinó sin piedad a los seis jesuitas que allí vivían y junto con ellos a dos colaboradoras laicas: Elba Ramos, y su hija, Celina Ramos. Los jesuitas eran: Ignacio Ellacuría (Vizcaya, 1930); Amando López (Burgos, 1936); Ignacio Martín-Baró (Valladolid, 1942); Joaquín López y López (Chalchuapa, El Salvador, 1918); Juan Ramón Moreno (Navarra, 1933) y Segundo Montes (Valladolid, 1933). Todos de origen español, con excepción de Joaquín López y López y las dos colaboradoras laicas.
La Universidad Centroamericana, hacía ya mucho tiempo que estaba señalada por la dictadura salvadoreña como un foco peligroso en contra del gobierno. Peyorativamente se citaba a algunos jesuitas como “cerebro gris de la guerrilla”. La masacre que significó el asesinato de los jesuitas en el Salvador no fue un hecho aislado. En 1977, el padre Rutilio Grande, perteneciente también a la Compañía de Jesús, fue asesinado junto a dos laicos y en 1980, Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de El Salvador recibió un disparo durante la eucaristía que terminó con su vida. Monseñor Romero, hoy canonizado por el papa Francisco, fue tal vez el hito más significativo e irreversible en la comunidad salvadoreña. Pero más allá de estos crueles y terribles asesinatos en el seno de la iglesia católica, el pueblo salvadoreño sufrió a lo largo de la dictadura las terribles garras de la tortura, la desaparición y la muerte. Corolario final: 75000 muertos y un país sumido en la pobreza.
Se cumplen 30 años de la masacre de la universidad y el contexto latinoamericano actual parece que vuelve a oscurecerse. Los sucesos de El Salvador fueron de algún modo el coletazo final de un sinnúmero de dictaduras en todo el continente. De entre ellas, Argentina y Chile, las más salvajes. En nuestro país también con un ensañamiento respecto de los cuadros cristianos que trabajaban desde el Concilio Vaticano II y Medellín con la consigna de la Opción por los más pobres. Sin querer establecer analogías, la matanza de la comunidad de los Padres Palotinos en Buenos Aires tiene algunas líneas de continuidad con los mártires del Salvador. Al mismo tiempo –y es necesario decirlo- la jerarquía eclesial argentina, salvo contadas excepciones como De Nevares, Hesayne y Novak entre otros, fue favorable a la dictadura militar. Lo cierto es que llegados los años noventa las manipulaciones foráneas y la intromisión en nuestras soberanías comenzaron a ser de corte económico y no ya de intervencionismo militar. Surge así el mundo globalizado, la caída del muro de Berlín, es decir el cierre de la guerra fría y el auge del neoliberalismo y lo que dio en llamarse también pensamiento posmoderno. Sin embargo, en estos últimos días, asistimos a una violenta represión por parte de gobiernos democráticos que de algún modo nos retrotraen a las viejas prácticas de las dictaduras latinoamericanas. La represión en Chile y en Bolivia es de carácter desmesurado y contiene una peligrosa semilla de violencia. Asimismo, los discursos y relatos de presidentes como Bolsonaro de Brasil, los dichos de la ministra de seguridad en Argentina y el crecimiento paulatino de la xenofobia y el autoritarismo en muchos países del continente son una advertencia. Es necesario estar alertas y prevenidos. Tanto Chile como Bolivia, estallaron de un día para el otro. Evidentemente, sabemos que estos estallidos no acontecen de la noche a la mañana, sino que hay una degradación en las estructuras que se va corrompiendo y minando desde abajo. Justamente, el estar advertidos, tiene que ver con poder mirar y analizar las subterráneas estructuras de poder que sostienen un país. Apolillada la estructura, luego de un largo trabajo de corrupción y mordedura, se derrumba todo como si de un instante se tratará. Pero sabemos que no es así.
Ignacio Ellacuría y sus compañeros mártires, trabajaban desde hacía mucho tiempo por la causa de los pobres. Eran intelectuales, sí, pero intelectuales comprometidos que sabían repartir su tiempo entre las aulas y la presencia en los ámbitos populares. Ellacuría solía hablar, para señalar el trabajo pastoral, de una tríada que ya ha quedado marcada a fuego: hacerse cargo de la realidad, cargar con ella y encargarse de ella. Momento noético, ético y práxico. En este sentido, los mártires del Salvador cargaron y se encargaron de la realidad hasta dar su propia vida. Se los juzgó de “zurdos”, marxistas, intelectuales y guerrilleros. Ciertamente que tuvieron en cuenta los aportes de las ciencias sociales como la sociología marxista pero el espíritu de su palabra y de su obra estaba arraigado en el evangelio y en la doctrina proveniente del Concilio, Medellín y Puebla donde los pobres están en el centro y no al margen de la historia. De esta manera junto con muchos filósofos y teólogos construyeron un pensamiento latinoamericano, una filosofía y teología de la liberación junto con grandes pensadores como Gustavo Gutiérrez, Juan Carlos Scannone, Leonardo Boff y muchos más. Habían asimilado la teología política alemana de Metz y de Moltmann pero lograron un pensar situado desde América Latina.
Hoy, a 30 años de la muerte de los jesuitas del Salvador, su legado, su pensamiento y su martirio siguen dándonos que pensar. Sobre todo en estos momentos turbios de nuestra América en el que nos preguntamos cómo vamos a hacernos cargo de esta realidad que estamos viviendo.