Fue en Cotocollao (barrio de Quito, Ecuador), hace ya muchos años, cuando escuché hablar por primera vez de Aurelio Espinosa Polit (1894-1961). Ensayista, poeta y sobre todo crítico literario. Pertenecía a la orden de los jesuitas, se había formado en Bélgica y España, y completado sus estudios de literatura clásica en la universidad de Cambridge. Era lo que se dice un humanista”.
Especializado en Virgilio y en Sófocles, Espinosa Polit dedicó gran parte de su trabajo a traducir del griego y del latín. No recuerdo bien quién fue, al visitar Cotocollao, que dejó en mis manos una pila de tres o cuatro libros de traducciones de Sófocles; entre ellas, Antígona”, con estudio introductorio y notas. El libro es de los años 50, y el estilo de la escritura también. Ha pasado mucha agua bajo los puentes de la crítica y la traducción, pero, así como los clásicos son siempre antiguos y siempre nuevos, las buenas traducciones y la rigurosidad crítica todavía tiene carne para cortar.
Lejos de toda ingenuidad, Espinosa Polit dice, de los detractores de Antígona: Pero lo que se encuentra en los críticos que exponen sus síntesis ideológicas son precisamente ideas abstractas, en torno de las cuales agrupan sabiamente textos cuidadosamente seleccionados. Y como son todos gente de ingenio, es motivo de admiración ver cómo hace cada cual decir al texto lo que quiere”.
De algún modo, todo comentario revela un aspecto de la realidad. El mejor crítico, a mi modo de ver, es aquel que conduce al lector a releer la obra: el crítico que abre libros, no el que clausura discusiones.
Un crítico debería brindar las herramientas para que el lector haga su propio camino. ¿Pero, por qué Antígona?
Hace unas semanas venimos discutiendo con un grupo de amigos/as en torno a Antígona”. La frescura del teatro clásico se revela, justamente, en la reverberación que deja. Uno lee, se admira, pero las palabras pareciera que caen en el estanque del cerebro y días después resuenan, ofrecen sus burbujas silenciosas que estallan ahí, justo en el límite del agua y del aire, de la conciencia y la inconciencia, de la realidad y la irrealidad.
El ciclo tebano de Sófocles comienza con la peste: la desdicha ha llegado a la ciudad, luego, ya sabemos la historia, más por Freud o por lo que dicen que dijo Freud, que por el mismo Sófocles: Edipo mata a su padre, se casa con su madre y acontece el desastre. Dado el proceso de la anagnórisis, es decir el reconocimiento por parte del héroe trágico de tamaña desmesura (Hybris), se saja la cuenca de los ojos y, despojado de la visión y de su reinado, anda como mendigo, guiado por su hija. Hasta ahí, Edipo rey”.
La pequeña Antígona, mereció, para el griego, una tragedia sola. Antígona e Ismene, su hermana, intentan frenar la guerra entre sus dos hermanos: Polinices y Eteocles. Pero la maldición de Edipo ha llegado: los hermanos se matan en el combate. El tío, Creonte, a partir de la muerte de Eteocles reina en Tebas. Decreta un funeral de honor para el rey muerto y decreta, a su vez, la vergüenza de dejar a Polinices a merced de las aves de carroña y de los perros. Nadie debe enterrarlo. Aun así, en la oscuridad de la noche y desobedeciendo todo decreto, aparece Antígona para enterrar a su hermano. De eso trata la tragedia: del derecho de enterrar a los muertos.
Y vayamos llevando el agua para nuestro molino. Advertidos por Espinosa Polit, transgredamos igual con la pequeña Antígona estas rigurosidades académicas y miremos nuestra ciudad.
Empezamos a estar rodeados de muertos. Muertos que apenas se pueden despedir o velar. El descaro de Antígona cala hondo y también inquieta al poder, porque la tragedia de Sófocles no muestra otra cosa que la urdimbre del poder y su vínculo con la desmesura, con la soberbia del que manda. La tragedia, a diferencia del drama, es fatal. Todo está regido por el destino. Sin embargo, aparece Tiresias, el profeta ciego, tachado injustamente de adivino. Trata de convencer al nuevo rey de ser más cauto, y finalmente, chocando contra la ineptitud, le dice al lazarillo: Sácame ya para mi casa, niño, y si este quiere desahogar su cólera, que lo haga con más jóvenes, y aprenda a moderar su lengua y críe juicio más asentado que el que ahora gasta”. ¿No será mucho pedir, señor Tiresias? ¿Se le podrá pedir al poder que críe juicio? ¿Compasión y cordura, acaso?
Me parece que andamos a mitad de camino entre Antígonas y Tiresias. Cuidando nuestros muertos y pidiendo un poco de cordura.
Mientras un gran porcentaje del plantel político y la prensa amarilla aprovechan la pandemia para sus logros de campaña y sus contiendas electorales, la maldición avanza. El olvido también
¿Alguien se acuerda de las hectáreas arrasadas el año pasado por el fuego? La administración de la peste se ha convertido en un acto político. Mientras en los televisores los funcionarios de la política se chicanean, los muertos siguen apareciendo y los profesionales de la salud trabajan a destajo, contra viento y marea. Información hay para todos los gustos. A favor o en contra de la vacuna, a favor o en contra del confinamiento. Cuando el amigo o familiar muerto aparece, cae el telón de la farsa. La realidad se impone. Antígona, en su valiente despertar, no es un llamado a la desobediencia civil, es la lámpara encendida que no busca otra cosa que honrar la vida, para decirlo con palabras de Eladia Blazquez.
Imagino a don Espinosa Polit diciéndome: dejá de llevar agua para tu molino y sentate a estudiar los griegos”. También imagino a Tiresias, con un tono más severo, diciéndole a la dirigencia política: dejen de usar la pandemia para sus propios intereses. Miren a Antígona, mírenla, su acto de amor es más significativo que las palabras miserables que ustedes comunican”.