En esta coyuntura que vivimos es bueno salirnos un poco del tema obligado de todos los días. Las redes sociales se han vuelto prácticamente un obituario, o un recetario de consejos útiles, o proclamas a favor, o proclamas en contra de ciertas conductas y políticas sociales en torno a la peste que nos acecha. Pero hoy quisiera hablar de la radio.
Hace un año me regalaron una radio, que puse en la cocina. Y hacía tiempo que no escuchaba, con cierta frecuencia, ese mundo maravilloso que activa la imaginación y nos permite continuar con las tareas domésticas, o con algunos trabajos que no requieren de la concentración mental.
Lo primero que se me vino a la memoria fue el recuerdo de otra época, en la que la radio llenaba mis mañanas. Me levantaba temprano y lo primero que hacía era afeitarme y escuchar los diversos informativos. Era, de algún modo, salir al mundo con las herramientas necesarias. También con un poco de humor. Y en este sentido, sin querer andar recordando nombres, no puedo sustraerme de Héctor Larrea en aquel ya lejano Buenos Aires, donde el smog ciudadano era inoculado con alegría, para volver un poco más ameno el enrarecido clima porteño.
No quiero hacer historia, ni entrar en la historia de la radio, que representa un mundo en sí mismo; sino simplemente entrar en los recuerdos de la radio.
Mi abuelo, por ejemplo, fue uno de los primeros radioaficionados de Zárate, cuando los grandes aparatos todavía no tenían esa dimensión masiva que tuvieron luego. Le pregunto por teléfono a mi madre qué recuerda de la radio de su tiempo. Yo voy entresacando frases que me quedan dando vueltas entre la maraña de recuerdos y anécdotas. En un momento me dice algo así como el misterio de la voz”, y eso permanece retumbando (nunca mejor dicho) en el oído.
Y sí, es cierto: la voz es todo en la radio. Lo demás lo completa nuestra propia imaginación. La pasividad a la que nos ha llevado lo audiovisual, con todas sus mieles y esplendores, radica también en cierta pérdida de libertad, de participación activa de nuestros sentidos. Ya Susan Sontag, en 1964, en su artículo Contra la interpretación” advertía acerca de la hipertrofia del intelecto (hoy no tan de moda), y, a su vez, de la necesidad de una erótica del arte. Erótica entendida como participación activa de los sentidos. ¿Miramos cuando miramos? ¿Oímos cuando oímos? La proliferación de ruidos, los decibeles altísimos y todo eso junto en la licuadora que se han vuelto los soportes tecnológicos, terminan por afectar la percepción fina, la sutileza, el matiz.
Da la impresión de que cada vez necesitamos estímulos más fuertes, golpes de puño en el tímpano o en el iris para, sacados del embobamiento, captar nuestra atención.
Mi madre me cuenta que había galanes de los radioteatros. Desliza en un momento la obra Casa de muñecas”, de Ibsen, que se daba en el segmento Palmolive del aire”, y que sus tías españolas no la dejaban escuchar, porque eran radioteatros para adultos. Resulta -me dice- que los galanes eran imaginados y embellecidos por la imaginación. Lo que uno tenía como referencia era la voz. Había galanes que cuando una los podía ver personalmente resultaban feísimos o poco atractivos. La fantasía, la magia, estaba en la voz.
La radio ha seguido su camino, incluso se ha metido por los vericuetos de internet y está más viva que nunca. Hay voces que suenan y resuenan y tienen que ver con una época, una región, un momento clave del país. Algo semejante creo que pasa con los libros. La vieja discusión de si los libros digitales y/o electrónicos iban a desplazar al libro en carne y hueso”.
A años de estas apocalípticas discusiones sabemos que, más allá de los diversos soportes, todos pueden convivir y complementarse, la radio con la televisión, el libro electrónico con el libro en papel y todo ese universo con internet. A propósito, un amigo me contó una experiencia interesante: reunió un grupo de gente frente a un conjunto de dispositivos. Había una computadora sin batería, una notebook, también sin batería, un soporte de libro electrónico apagado sin carga, un cd sin reproductor, un pasacasete, un pen drive, un MP4, un disco de pasta y un libro.
Supongamos, dijo el experimentador, que en todos los dispositivos tenemos la misma historia, no sé… imaginemos Hamlet”, de Shakespeare. Pero no hay manera de cargar los equipos, no hay electricidad. Y afirmó sentenciosamente y un poco afectado: lo más a mano, lo más rápido y noble que tenemos es el libro. Lo abrís y lo leés. Dicho así, la historia puede ser estremecedora, pero sabemos que las cosas son un poco más complejas.
De todos modos, el libro, es cierto, por ahora sigue teniendo una vigencia asombrosa. La radio también. Esa manera de no sentirse solo, de estar con un pequeño bullicio de fondo, una suave música en la noche, el puntual informativo de pocos minutos o la épica de los goles en los partidos del domingo.
Lo que nos permite la radio es no ver. Entonces nos permite imaginar. Nos brinda una porción de participación y libertad. Excita al oído, pero libera al ojo. Sobre todo al ojo interior, aquel de la imaginación. El hecho de no ver suscita la visión.
Moisés Zak, que dirigía la radio Clásica y Moderna de Córdoba, cuando aparecía con su voz entre pieza y pieza de música clásica, solía decir: oidores”. Es una manera hermosa de ser nombrados.
La radio no solo está viva, es necesaria.