No lo recuerdo con precisión. La imagen que viene a mi cabeza es la del primer ministro de Francia de años atrás, Lionel Jospin, pero no sabría decir exactamente si era él. Lo cierto es que se trataba de un candidato francés durante una especie de documental de campaña. Rodeado de asesores y a punto de salir ante la muchedumbre que lo aguardaba con pancartas, fotos, gritos y vivas en un estadio medianamente colmado, alguien se para delante del candidato, mira el traje y la corbata, e imperativamente, cual si fuera un general de brigada, le dice: con esa corbata no, no va con tu estilo”. El candidato da media vuelta, y salen dos o tres a traer una corbata que no empañe, bajo ningún modo, el futuro de las elecciones.
Ya todos sabemos que, de un tiempo a esta parte, la política utiliza todo el arco de posibilidades que ofrece la publicidad, el asesoramiento político, la adivinación, hasta -incluso- la brujería. Los nombres se tratan en secreto. Vienen a mi memoria otros recuerdos: Ese anillo con piedra en el dedo del riojano presidente, lo fabriqué yo”, me dijo una orfebre, mientras yo devoraba unos sanguchitos de miga en un minúsculo departamento porteño. Otra vez, ya en Córdoba, una funcionaria provincial me dice al oído el nombre de un reconocido publicista que asesoraba al gobierno; fue un susurro: el nombre del publicista es este, pero no se dice ¿entendés? No hay ninguna decisión que antes no pase por él”.
Así uno va observando cómo el misterio y el suspenso, conjuntamente con manos ocultas, parecieran manejar o dictar los caminos (hoy senderos) de la política. De ahí frases como ese es el monje negro”; el jugador que hay detrás es Fulano”; detrás de bambalinas la cosa es así”, el que corta el bacalao es Mengano”, etcétera.
Lo cierto es que los candidatos y los funcionarios salen a hablar públicamente, y se esfuerzan por discurrir con cierta corrección política: esto puede decirse, esto no, esto sería mejor no decirlo.
Como si decir las cosas fuera a cambiar la realidad. Incluso, al tratarse de la verdad, el mero hecho de decirla no modifica necesariamente las acciones necesarias del hacer. Ahora, por ejemplo, durante la pandemia, todos y todas los candidatos/as dicen: no es momento de hablar de elecciones ni de candidaturas, estamos ante un momento terrible de la humanidad en el que es preciso… bla bla bla”. El ciudadano de a pie, que puede parecer estúpido y no lo es, ya sabe que cuando alguien dice eso, está queriendo decir exactamente lo contrario. Y sí, hay que dejar de subestimar al ciudadano. Dejar de escuchar a los asesores (que en la mayoría de los casos van a abandonarte cuando no seas nadie) y escuchar a la gente.
Pero, claro, en general nuestros candidatos, funcionarios y políticos -muchos, no todos- no andan caminando por la calle. Algunos, alojados en sus barrios privados, lejos de representarnos, desconocen la realidad nuestra de cada día. Encerraditos en sus jaulas auríferas creen conocer los designios del mundo. Patear” la calle es importante, y también es importante hacerlo sin las cámaras de televisión al lado, sin el cuerpo de asesores, de punteros y figuretis de ocasión.
En el fondo, no hay una genuina búsqueda de saber qué pasa, de querer resolver las cosas de la res/pública. Hay otras intenciones, muchas veces mediadas por anillos, palabras mágicas y otras yerbas. Piensa claro y habla oscuro”, decían antes algunos asesores. Hoy es preciso decir lo que se quiere escuchar en este mismo instante, y ese mismo concepto puede cambiar a los diez minutos. Cuando hay una metida de pata, está calculado hasta cuánto tiempo es conveniente brindar las disculpas. En síntesis, decir lo políticamente correcto ha terminado alejándonos de la verdad (aunque sea la verdad personal, pequeña y finita de cada uno/a) y ha terminado por acercarnos a la hipocresía, a la máscara. Aquello que debemos decir y que, al mismo tiempo, no afecte nuestros intereses.
Decir lo que se piensa ha pasado a ser algo peligroso, cuando, en realidad, lo peligroso puede ser en cómo se dice, la manera en que se comunica. ¿Alguien dice lo que piensa en política
Ameritaría, a su vez, preguntarnos simplemente si se piensa. La clásica estructura de hacer lo que se dice y decir lo que se piensa parece muy lejana, y bastante poco frecuente, además de no conveniente para lograr un voto más.
Existe, a su vez, un problema en el oyente, que tiene que ver con el enunciado. Muchas veces, inconscientemente, creemos que decir, o comunicar cómo podría resolverse un problema, equivale a su resolución. Los acostumbrados debates políticos creen otorgar al ciudadano una resolución. No nos damos todavía cuenta de que la rapidez mental y verbal, la enunciación verborrágica no conlleva, de suyo, la resolución práxica de los problemas. Entramos así en un campo de confianza, y en algunos casos en un campo casi de la ficción narrativa. Escuchamos un buen proyecto, una buena historia, hasta (con suerte) un buen manejo del castellano, aunque esto sea cada vez más raro. Si pasamos a un plano más encarnizado, aparecen las chicanas mordaces, los panegíricos nostálgicos, las descalificaciones, los golpes bajos y los consabidos argumentos de autoridad, usados la mayoría de las veces con la subyacencia de una estructura autoritaria y verticalista. Los hechos, lo realizado, lo concreto siempre se termina escamoteando. El orador, o la oradora, tratan de tocar el corazón, el hilo sensible, la emoción que se vuelve lágrima. Lindas palabras. Pero tal vez sería mejor dejar las palabras en el campo literario.
Difícil ecuación la del político que debe combinar el silencio con la palabra, y cristalizar todo en el representar haciendo o hacer representando. Marionetas a veces de otros poderes más hondos, que son capaces de poner y sacar cosas más importantes que una corbata inadecuada.