El libro se abre con una dedicatoria: “Con amor, en tu nombre, Cristina Coste a todas las mujeres”. Y ya, de entrada, el lector puede comprobar que este libro que tiene entre las manos posee el peso y la grandeza de lo colectivo.
Esta “perra huérfana” que ladra, contiene en su ladrido el ladrido de todas. Las que fueron, las que están, las que vendrán.
Cristina Coste fue una remarcable jueza de la zona de Cosquín, y así la recordó el poeta carlospacense Aldo Parfeniuk en el obituario: «La Cristi, vecina de Cosquín y del barrio, alimentando cuanto proyecto o iniciativa que tuviese que ver con cuestiones artísticas y culturales, derechos humanos, ambientales o populares aparecieran en su sensibilísimo radar; la «Cristina del Flaco», como alegremente se dejaba llamar, sin falsas poses feministas, por la legión de amigos que abusábamos de su increíble generosidad humana”.
Desde la portada a los dos textos de contratapa, pasando por la dedicatoria y cada uno de los poemas, este libro viene a dar cuentas como lo refiere Ninfa Robles en la espalda del libro, del “dolor en el largo silencio de miedo que paralizó a nuestras ancestras, del desvalimiento en soledad de tantos cuerpos maltratados por la furia femicida y de la violencia instituida por las religiones: la culpa por el pecado del placer…”
Mientras escribo este texto en la reseña, noto que la palabra “ancestras” sale resaltada como mal escrita en el procesador de texto de mi computadora. Hago mis consultas. Curiosamente, en el diccionario de la Real Academia Española, la voz ancestro funciona como “epiceno masculino”. El epiceno, con un sólo género gramatical, designa seres de uno y otro sexo. En este caso, “ancestros” es un epiceno masculino que se utiliza tanto para lo femenino como para lo masculino. En síntesis, no existe (no existiría) la palabra “ancestras”, de ahí el subrayado, y, más profundamente, he aquí la invisibilización, el apartamiento, que ya desde el lenguaje, se puede inferir y constituye deconstructivamente los silencios de una estructura patriarcal honda.
Como vemos, ya desde las primeras páginas, la perra ladra fuerte y tiene razón en hacerlo.
Tina Elorriaga, que posee en su voz una cadencia sumamente dulce y profunda, lanza el primer poema con un título fuerte: “Violencia 1” y, seguidamente, toma esa palabra y la desmembra en la página, la desajusta y encontramos –casi como en un caligrama de Apollinaire”- una v corta arriba, la i en un renglón más abajo, la n debajo de todo y la a final de violencia en un costado equidistante. La palabra violencia está estallada, y diseminada. No hay un orden. Hay caos y este caos tiene directamente que ver con el padecimiento de las mujeres. Esa violencia que surge sin sentido por todos lados, en todos lados, en los circuitos más íntimos y en las estructuras más universalizadas. Lo dice ella misma: “Desgajo el infierno que mana de tus letras/ lentamente/ te astillo// Asisto a tu entierro”.
Ernestina Elorriaga carga sobre sus hombros “lo que no se dice”, el pesado silencio de tantas mujeres a lo largo del tiempo y desde la poesía, parada en ese lugar revelador y revelante (revelador con las dos v/b, la de la rebeldía y la de la revelación) comienza a bajar la mordaza. Entonces, la perra huérfana ladra y llena al mundo de belleza y desafío:
“Escribo para cada una de ellas
en cada una de esas otras que somos
en cada una que nos falta
me lloro
Las mujeres haremos arder el mundo”.
Es un libro atravesado por la violencia, como también el cuerpo social es atravesado por la violencia. Un libro sobre la rabia, como lo atestigua en contratapa María Teresa Andruetto.
El acierto de Tina Elorriaga es ofrecer su voz al silenciamiento y dejar que allí estallen las palabras, con su rabia, con su erotismo apagado por el ensimismamiento, con el peso obeso de la historia.
Todo está dicho desde una voz firme y segura. Y lo que dice suscita terremotos en el lenguaje. El ladrido de la perra huérfana (que también podría ser una metáfora de la poesía) ya no se dirige a la luna ni a los charcos. Atrás quedó la romantización del ladrido lunar. El ladrido está dirigido a dios, estructura mayor, modelo de todo aquello que quiere revertirse. Y ese ladrido sigue en pie y nos sacude los huesos del alma: “Como perra huérfana/ La niña sigue ladrándole a Dios”.