Liliana Levín es poseedora de una voz profunda, una lírica del desgarramiento dulce que ya ha sido ofrecida en otros libros, como “Tamarindos en auxilio” y “Azul detenido”. Azul que vuelve a instalarse en este nuevo libro y manifiesta, a través del color, una cronotopía de la felicidad.
El estilo de Liliana ha mantenido una coherencia a lo largo de todas sus publicaciones y producciones poéticas. Lejos de las estridencias y del “jet set” literario, Levín ha construido una obra sólida y madura, que, sin embargo, debe ser redescubierta y visibilizada.
Anclada en la poesía española, Levín construye poemas intensos que se desgarran y desgarran al lector a través de su belleza, sin piedad, pero al mismo tiempo con la dulce voz de la poesía.
“Tarde blanda” tiene 23 poemas. Un puñado de poemas concisos y fuertes que se relacionan entre sí, pero que, al mismo tiempo, poseen vida propia. Están atravesados por la luz. La palabra “luz” se encuentra dieciocho veces en el libro y, entonces, nos es fácil inferir que estamos ante una de las palabras claves. Pero no se trata de una luz definitiva. Es una luz que, más bien, se va apagando. Es la constatación de la muerte de la luz: metáfora, a su vez, de la palabra “vida”.
Luz que se desgarra en la tarde, luz agonizante del ocaso. La luz como algo finito, contingente, magro.
En medio del libro emerge, como una verdad arrasadora, un poema que bien podría ser el corazón del libro, su núcleo central, su carozo nutriente y originario:
Dice que el tiempo cura
dice que el tiempo hila cicatriz y herida.
No, el tiempo es como el llanto,
agua, agua deshaciendo.
Este último gerundio, “deshaciendo”, me parece que es clave fundamental para la comprensión de un libro que expone la finitud y la brevedad frente al silencio de lo definitivo. Pero esa luz, como la vida o el dolor, va llenándose (“El dolor ya está lleno”).
Incluso como búsqueda, cuando Liliana, en otro libro dice, casi como una antífona de un salmo: “hondame dolor”. Es llegar hasta las heces, hasta el final, hasta el punto de clímax de la asunción; no del dolor en sí, sino de todo lo que la vida nos ofrece y, por sobre todo, la asunción trágica (en sentido griego, claro) de la propia contingencia. Es ahí, en ese punto de madurez, de llenarse todo, que la luz y el dolor se deshace, nace al poema, se transforma en otra cosa que llamamos belleza.
Y ese descubrimiento, camino o derrotero, si bien es compartido en poesía, es un itinerario en soledad. Como el viaje de la muerte, hay aquí, una orfandad: “Ay, qué yerro del destino,/ lumbre de orfandad”. La intemperie obligada de todo ser humano frente al hilo del carretel que cada vez se acorta más.
El tiempo carcome, a su vez, toda creencia, toda trascendencia falsa (si la hubiera). Hay un oxidarse del ser que se constata en el poema (en los poemas): “Era la creencia de que algo perduraba”.
Lírica de una derrota, porque el ser humano se abruma en ansias de infinito, pero no puede, no llega, no sabe.
Con dulzura -porque la poesía de Liliana es siempre de un toque dulce y delicado- Levín nos lleva hasta el borde metafísico, y ahí nos abandona, como un pichón recién nacido cuya madre acompaña hasta el borde del salto inaugural.
Ni siquiera puede ver las hordas que la habitan.
La ceguera del naufragio va tanteando,
hurgando lo que fue.
Apenas puede divisar los bordes,
la floración de la muerte,
porque la muerte no se mira, se viene.