Marcelo Dughetti es un poeta del interior del interior. Nació en Villa María en 1970, y allí reside. Es maestro de enseñanza primaria. Incursionó exitosamente en la narrativa con los cuentos de “La bicicleta roja”, pero es en la poesía donde ha logrado una obra madura y sólida.
Apócrifa Editorial acaba de publicar su “Obra poética 2003-2023”. Veinte años de poesía de un escritor con una voz inconfundible. Un libro necesario.
Como muchos poetas, Dughetti ha publicado en editoriales independientes, y sus libros han ido atravesando los ríos de la literatura y quedándose en las manos de los lectores. Muchas ediciones son hoy inconseguibles, como “Esa joroba de bronce” (2003), o “Los perros del loco Torriglia” (2009). Una obra reunida, permite no solamente asistir al conjunto de su trabajo, sino también la posibilidad de leer aquellos libros que son inhallables en el mercado. En mi caso particular, me interesaba “Esa joroba de bronce”, primer libro de Marcelo del que ni siquiera había podido ver la tapa. Encuentro allí un barro primordial que marca toda su poética: el padre, la madre, el dolor, la muerte (en varias de sus facetas), dios y un hilvanado trabajo de la palabra con los sentimientos existenciales más profundos. Es una poesía sin concesiones. No es para tibios. “Poesía con la soga al cuello”, como bien dice María Teresa Andruetto en la contratapa.
Incursiono luego en los poemas inéditos, que se recogen al final. No sé por qué al leer un poema sobre el padre, viene a mi mente un texto que hace varios años me ronda en la cabeza y quiere ser poema. Descubro que ya está el poema: que Dughetti, misteriosamente se me ha adelantado. El texto tiene que ver con una biografía de Juan de la Cruz, que relata su escape de la prisión y su ocultamiento en un convento de monjas. Dice así: “Incapaz de soportar alimentos fuertes, por el estado de extrema debilidad después de nueve meses a pan, agua y sardinas, la hermana enfermera, Teresa de la Concepción, le trae unas peras asadas con canela”. Durante veinte años he retenido en el fondo de mi memoria esas “peras asadas”. Dice Dughetti: “Después comió una compota de peras/ que yo había preparado/ sin mucho entusiasmo, sin embargo están ricas,/ hijo, me dijo, están ricas y lloré/ sin que me viera… Lo vi alejarse, apenas el destello del otoño en su camisa/ no hablamos de pandemia,/ ni abrimos los féretros del pasado,/ sólo de unas peras cocidas sin mucha gracia/ que sonreían en su boca”.
La unión de las peras la hago yo, evidentemente, sin embargo me pregunté por qué. ¿Por qué me vino ese recuerdo, esa conexión con Juan de Yepes, o san Juan de la Cruz? Quizás porque la poesía de Marcelo Dughetti es profundamente religiosa. Pero no es religiosa en el sentido confesional o confesante, es decir ilustrativo de una u otra idea vinculada a la creencia. Se hunde en la inmanencia para alcanzar un sentido de infinitud existencial. Más que creyente es “dudante”. Dudante porque se pregunta, se cuestiona. Sobre todo, las preguntas van ordenadas hacia el dolor del mundo, el sin sentido, la pobreza, la violencia, el hambre, el suicidio (“El monte de los árboles sogueros”, 2007).
Dughetti tiene la boca herida por la poesía para cantar el dolor del mundo. Y esto le duele y lo aqueja. Puede palparse en cada libro. Él hubiese preferido morir o callar, pero fue elegido para ser testigo del dolor en el mundo. Él hubiese preferido, lo sé, colgar como un crucificado, pero la poesía lo lleva allí, a los gólgotas cotidianos y lo obliga a mirar y en susurro, le dice: cantá, cantá.
¿Para qué? Barrunto yo que el poeta se pregunta para no olvidar. Para que no se oxide la memoria. Por eso de entre los mandatos sociales, el dolor y la violencia, están los hijos, los árboles, los amigos. Y el dolor es el reverso de otras cosas, de otros sentimientos.
Dughetti nació para decir lo que no queremos escuchar. Leerlo es ordenar los huesos hacia arriba. Vertebrar.
Aislado entre campos de soja: es un profeta y, ya sabemos, nadie es profeta en su tierra, pero sus palabras se transmiten con el viento, se juntan y forman un libro, dos, tres, una obra completa. Viajan por el país, de boca en boca, en silencio en susurro. Crece silenciosa como la semilla. La semilla que para dar fruto necesita morir.
En cada verso Dughetti muere un poco. No de manera romántica, como si pensáramos en Novalis, Lamartine o Shelley. No como el joven Werther. Son las muertes como las del cholo Vallejo: “Son las caídas hondas de los Cristos del alma”. Secas y existenciales, sin aspavientos. Silenciosas. Como la poesía. Como la noche oscura del tal Juan.
“Abandonarse”
hacer
vasijas de barro
guardar todas las palabras
dejar que sequen
tender
mortaja
sobre los huesos
sábanas
sobre los muebles.