En nuestro lenguaje cotidiano los argentinos nos referimos a los ladrones usando la palabra «choro» que pertenece a un dialecto de los gitanos españoles. Incluso algunos le agregan una «r» para darle más fuerza y repugnancia, y entonces aparece el «chorro», que en realidad es una corriente de algún líquido que sale con fuerza.
Hace algunos días, el Ministro de Seguridad de Córdoba, Juan Pablo Quinteros, dijo que «la sociedad está desbordada, no la Policía». En realidad, la Fuerza, los funcionarios y los fiscales están como esos mozos que llevan bandejas repletas de botellas y vasos y que deben hacer malabares para que nada se les caiga. Si el tejido social ya tenía roturas importantes, ahora con la motosierra y la licuadora que pregona el Presidente esos huecos se están agrandando a máxima velocidad. Los especialistas lo saben y trazan pronósticos pavorosos sobre el futuro a corto, mediano y largo plazo.
La detención del presunto asesino de Sebastián Villarreal en barrio Yofre Norte, un joven de 20 años pero con un prontuario espantoso, y sus posibles cómplices ya identificados, son sólo algunos ejemplos de cientos y miles de niños que se crían con las reglas de las calles, atravesados por las drogas, las armas y la cultura pandillera de quienes viven «el día a día»; y sin que haya mucha diferencia entre la vida y la muerte. Como se dice en tribunales, «están jugados, tienen la cabeza limada» y terminan haciendo desastres como el crimen de Villarreal, quien ya resignado por el robo de su moto, desde el piso les rogaba que no lo mataran porque tenía hijos. Fue como si se lo hubiera dicho a una pared, porque la respuesta fueron balas, y a matar.
Hace algunos días, el fiscal Raúl Garzón pidió «construir más cárceles», pero la reincidencia en el delito es muy alta. En todo caso, lo mejor -y antes de invertir tantos recursos en la represión-, sería trabajar seriamente en la prevención. Tantos chicos sin padres, o con familias desmembradas, sin una sociedad que los contenga y con carencias brutales, terminan inclinándose frente al narco o lo que sea que les permita sobrevivir.
Aquí nadie puede hacerse el distraído, y todos saben que la exclusión social hoy le gana por goleada a la casi inexistente inclusión. Es como tirarle madera seca a un fogón y después quejarse por el tamaño de la llamarada. Como me dijo un investigador con muchos años en la solapa: «La cosa se está poniendo crocante. Hoy somos una fábrica de choros».