Dedos de la paz: reconocimiento con redistribución

Por Diego Fonti

Dedos de la paz: reconocimiento con redistribución

Algo visible en las demandas sociales es cierto movimiento pendular. Como lógica reacción a situaciones opresivas, puede suceder que aparezcan respuestas a veces extremas o violentas. Puede verse en diversos reclamos de grupos que sufrieron una larga historia de maltrato y opresión. Para entenderlo, la cuestión es pensar qué mueve a esos grupos y qué buscan.

Porque cuando no se ve el reconocimiento como la demanda que está a la base de esa búsqueda, y cuando se reducen las respuestas a una mera concesión particular, sólo se alimenta el próximo estallido.

Personalmente, puedo ver algo de ese movimiento pendular en mi propia historia, con el paso de un momento casi monolítico de la verdad o la moral en mi niñez (empecé la primaria en 1976) a la aparición del multiculturalismo, el relativismo y la muerte de la verdad en mi época universitaria en los años 90. Por entonces, carecía de sentido preguntarse por algún tipo de verdad universal y todo discurso que pretendiera argumentar limitando las capacidades de autocreación: los derechos de los grupos particulares eran considerados aliados del totalitarismo.

El problema fue que ese modelo narcisista, que radicalizaba las particularidades hasta el punto del relativismo incapaz de discernir entre lo particular y lo universal, terminó conduciéndonos a la post-verdad, con su propia violencia. La incapacidad de diferenciar entre derechos culturales y derechos humanos (sumado al hecho constatable de las imposiciones violentas de formas de vida sobre otras culturas) terminó conduciéndonos a una idea de que por el mero hecho de que una práctica cultural era tradicional o establecida, ya contaba con suficiente legitimidad.

Pero si el hecho que una práctica cultural se puede legitimar sólo por su propia tradición (pongamos por caso, las violencias ejercidas en diversas tradiciones sobre los cuerpos de las niñas), y si no hay un criterio de legitimidad para evaluar nuestras decisiones, entonces no hay motivo para horrorizarnos por el daño justificado por las culturas, las tradiciones, las religiones y la historia misma.

En cambio, a partir de la pregunta por lo legítimo del reconocimiento particular y, al mismo tiempo, por criterios que exceden los marcos culturales –aunque su lugar de nacimiento pueda hallarse en un lugar y tiempo determinados– podríamos plantear un modo de evaluación para nuestras prácticas y las ajenas.

En este punto, el reconocimiento ofrece un punto de partida para la paz.

Reconocimiento, conocimiento, valoración

Honneth reconstruyó el reconocimiento con tres pasos históricos. En el reino absolutista francés, el reconocimiento era la valoración social que buscaban los nobles por supuestas virtudes. Incluía, por lo tanto, la pregunta –epistemológica- era si eran realmente portadores de esas cualidades. Había ahí una especie de visión escéptica, casi negativa, del reconocimiento, en tanto lo sometía al juicio del otro (La Rochefoucauld, Rousseau).

Por su parte, la tradición británica del capitalismo floreciente se veía atravesada por la contradicción del autodominio. Cómo habría de comportarse alguien en un sistema consumista para no desaforarse. Introducen así un doble motivo: la idea de un juez interior que juzga si somos moderados, y la idea de la “simpatía”, o, mejor dicho, el sentimiento empático compartido, como base del vínculo social (Hume, Mill). El reconocimiento aquí conlleva juzgar si las propias acciones contribuyen al sentimiento comunitario o si, en su desmedido individualismo, lo destruyen.

Finalmente, los alemanes dan otro paso: frente al mundo, identifico, a la par de las cosas, a otros que son como yo, que desean lo que yo deseo (Fichte, Hegel). Y lo que yo deseo es que me reconozcan como lo que soy, un ser que no sólo desea cosas que satisfacen las necesidades, sino sobre todo un ser con una dignidad que demanda ser reconocida, apreciada y valorada. Un ser que desea el deseo del otro.

Redistribución

Cada una de estas manifestaciones del reconocimiento, así como sus manifestaciones en la vida personal, social y comunitaria, conlleva en paralelo formas de desvalorización y desprecio. Ellas dañan el desarrollo personal, el vínculo social, la práctica ciudadana, y sobre todo la imagen de sí. Hoy vemos patentemente qué pasa cuando alguien tiene una imagen de sí dañada, y cuáles riesgos corre nuestra sociedad.

Pero volviendo a Honneth, la filósofa norteamericana Nancy Fraser le retrucó que la base del asunto no es el reconocimiento sino la redistribución. Que esas prácticas sociales de valorar las diferencias de los demás, sus creencias, sus elecciones en la sexualidad, sus estéticas, sus tradiciones, etc., no hacían sino ocultar la injusticia económica que está a la base. Esa que es el verdadero origen de la violencia.

La respuesta de Honneth fue que no hay redistribución si no hay antes la comprensión cognitiva y la valoración moral del otro. Es posible. Pero sin duda, si solo se trata de una práctica formal, que no atiende las bases materiales de la sociedad, estaremos de nuevo sembrando la violencia.

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