Dedos de la violencia: desconocimiento

Por Diego Fonti

Dedos de la violencia: desconocimiento

Generalmente pensamos la violencia como un gesto activo. La palabra “violencia” nos evoca inmediatamente la idea de una fuerza negativa respecto de otros, o contra nosotros mismos. Claramente, se trata de una impresión correcta, pero insuficiente.

Para quienes estudiamos humanidades en el sur global a fines del siglo pasado, la llegada de las teorías sensibles a la alteridad y a la multiplicidad cultural nos llevaron a relativizar las posiciones aprendidas. Era un movimiento pendular lógico frente a las imposiciones de las décadas anteriores, con su “bajada” vertical, su incapacidad de aceptación de otras posibilidades y modos de vida, su negación de los aportes y derechos de otras comunidades. Pero ese reconocimiento o valoración de los otros no siempre fue elaborado de un modo superador, emancipatorio y abarcativo respecto de lo sucedido anteriormente. Por eso, a menudo las posiciones se redujeron al narcisismo de los pareceres personales o grupales, que hoy se transformaron en negacionismos y post verdad.

Sin embargo, y más allá de su devenir, aquella época fue un período que permitió reconocer otros modos de violencia más sutiles que la mera fuerza bruta. Esos que surgen de la desvalorización de la otra persona, sea por quitarle el reconocimiento que amerita, sea por la ceguera misma ante su presencia y demandas. Conviene recuperar algunas ideas de aquellos años, que además tuvieron una fértil recepción en el mestizaje con nuestras propias tradiciones y contextos.

Desprecio y desvalorización

Un filósofo de la escuela de Frankfurt, Axel Honneth, recuperó la vieja idea de Hegel acerca de la lucha por el reconocimiento. Significa que, en todo ámbito de la vida, los seres humanos necesitamos y demandamos ciertos reconocimientos básicos para constituirnos como sujetos autónomos y sociables. Al revés, cuando se rompe el necesario afecto y apoyo recíproco entre las personas, surgen patologías sociales de desconocimiento del otro: la violencia hacia los menores debido al daño en el ámbito familiar inmediato, la falta de marco jurídico (o su incumplimiento) que garantice derechos básicos, la negación de las reivindicaciones que permitirían integrar o valorar una comunidad dentro de la sociedad en su conjunto.

En este sentido, “desconocer” al otro tiene un rasgo epistémico y moral, porque significa no ver su necesidad ni admitir su valor. Esto genera una serie de patologías sociales, aunque también personales, que tienen efecto en las comunidades y en la evolución (moral, política, psicológica) de los sujetos. Esto no justifica la falta de empatía o la violencia de quienes sufrieron un daño en contextos familiares violentos, en los sistemas jurídicos que no atendieron sus reclamos, o en el desprecio social por sus identidades comunitarias u opciones personales. Pero sí permite comprender un motivo fundamental de esas patologías personales y sociales, y da una pista acerca de cómo comenzar a abordarlas.

Recuerdo al gran Volker Finke, entrenador del equipo de fútbol alemán Freiburg FC en mi época por allá. Un hombre con convicciones políticas y éticas bastante fuertes, cuyo insulto más duro en la cancha era gritarle a alguien: “¡asocial!” La anécdota permite plantear que la primera cuestión no es sólo personal, sino también contextual: ante los comportamientos negativos, es preciso identificar cuáles procesos patológicos generaron una violencia sobre los miembros de la sociedad a partir de modos de desconocimiento y desprecio. O sea, a partir del desconocimiento de los requisitos que igualmente necesitamos para nosotros mismos. Y los efectos que surgen de ese desprecio.

Indiferencia

Pero si vemos con detenimiento la violencia del desconocimiento, encontramos otro efecto, más sutil todavía que las patologías sociales del desprecio y la desvalorización: la indiferencia.

George Steiner escribe que “Los hombres son cómplices de lo que los deja indiferentes”. Esa complicidad se manifiesta en cosas pequeñas y en grandes barbaries sociales.

Uno de los pensadores que mejor presenta la violencia de esa indiferencia es Emmanuel Levinas. En la continuidad indiferente de la realidad, a menudo pensamos que nuestro impulso principal es asentarnos en ella, fortalecer nuestra voluntad de afirmarnos individualmente en ese ser, como si fuera la pulsión –y obligación– primera y más inmediata. Pero agrega: “es rompiendo con la indiferencia –incluso si la indiferencia es estadísticamente dominante– en la posibilidad de ser uno-para-el-otro, que se constituye el evento ético”.

Si la falta de reconocimiento del desprecio y la desvalorización se nutre de la ceguera ante las necesidades compartidas, ante lo que nos iguala con los demás, la indiferencia tendría más que ver con negar aquello único y particular, diferente, que tiene la otra persona y que exige de mí una responsabilidad, una “no-indiferencia”. Esa no indiferencia significaría un “despertar”, no sólo ante cosas abominables como la “solución final” de los nazis para con los judíos y gitanos; no sólo ante las injusticias y desigualdades estructurales; sino también ante esas situaciones mucho más modestas y que requieren de nosotros “la pequeña bondad”.

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