No es exagerado decir que estamos en tiempos violentos. Ciertamente hubo tiempos peores, como las dictaduras, pero sería un autoengaño no reconocer la violencia en los fenómenos que hoy manifiestan numerosas relaciones humanas, públicas y privadas, con otros humanos y con la naturaleza.
Basta con abrir un artículo en los diarios que permiten comentarios al pie de lectores, o leer las opiniones escritas al margen de los programas de YouTube, para ver una violencia emergente. Agreguemos las manifestaciones públicas de líderes, funcionarios y seguidores, que irresponsablemente transgreden la dignidad de numerosos grupos sociales.
Pero también lo sentimos en muchas manifestaciones públicas, cuando la legítima protesta y el enojo alcanzan límites peligrosos y expresiones por momentos irracionales.
Y todavía ni hemos mencionado la violencia estructural del sistema económico sobre los sectores más postergados, el uso dañino de la información falsa o tergiversada, los efectos en la salud de los modelos económicos y de producción, etc.
¿Qué hacer en una sociedad (en un mundo, en realidad) donde sus principales dirigentes abonan la violencia? ¿Cómo responder en un sistema darwinista, cuyos vencedores proclaman la justicia del sistema que les permitió llegar a la “cima” de la cadena alimentaria a costa de otros? (sistema, por cierto, con reglas hechas por quienes están en ese alto nivel de poder).
Son preguntas difíciles. La violencia es un fenómeno complejo, por lo que me concentraré aquí en una acotada contribución filosófica: recuperar los análisis de algunas antropologías filosóficas, para estudiar las marcas de sus descubrimientos en otros… y en nosotros. Es que la filosofía también es pensar contra sí y los propios lados oscuros.
El odio como tristeza individual
Comencemos con uno de los rasgos de la violencia: el odio. Habría que discutir si puede haber violencia sin la emoción del odio, pero no parece ser el caso presente.
Tempranamente en la filosofía se atendió a las emociones. Muchas veces se las pensó como limitaciones del uso de la razón, pero siempre se las observó atentamente. Uno de esos observadores atentos, en un período donde la indagación de las emociones tuvo un auge en la filosofía, fue Baruch de Spinoza. Para él, las emociones tenían algún vínculo con el conocimiento, eran causadas por algún aspecto del conocimiento.
Spinoza entiende al amor como una alegría que sentimos, acompañada de la idea de algo externo que causa esa alegría. Mientras que el odio es una tristeza, también acompañada de la idea de algo externo que causa esa tristeza. Pero a menudo conocemos erróneamente, entonces la tarea sería conocer correctamente.
¿Pero es tristeza lo que se siente al odiar? Hay un dato que, si lo tenemos en cuenta, permite reformular esta idea. Parte de la pregunta de por qué, más que tristeza, nos causa tantos otros sentimientos negativos: y la respuesta es que lo odiado también es considerado “malo”.
Deseo de eliminar un grupo
Parece más interesante la respuesta del viejo Aristóteles. En tres obras aborda el sentimiento del odio, con descubrimientos interesantes: en la “Ética para Nicómaco”, en la “Retórica”, y en el tratado “Sobre el alma”.
Aristóteles enumera el odio junto con otras pasiones. Encuentra que, como la ira, el odio es algo que sentimos ante quienes se oponen a nuestros impulsos. Ambas tienen como lugar de manifestación el espacio relacional. Pero mientras que la ira se siente hacia una persona, el odio se siente contra un grupo. La ira incluye una aflicción o dolor, en cambio el odio puede sentirse sin haber sufrido personalmente un daño. Responde a un rechazo colectivo y no siempre con información o cálculo correcto de los efectos. Basta con suponer que alguien participa de ese grupo para odiarlo. Quien odia, odia “en conjunto”, y ni siquiera siente cierto pesar propio, como en la ira.
Como en el amor, al odiar el cuerpo padece al mismo tiempo. Pero mientras en el amor la respuesta es querer para alguien lo que se piensa que es bueno, el odio es destructivo tanto para el objeto odiado como para quien odia. No es la ira personal ante quien se le opone, para que cese en ese mal que le provoca, sino que es el deseo de que ese colectivo impersonal, al que odia, deje de ser. Desaparezca.
Conocimiento, creencias, pasiones
Si Aristóteles da en el clavo, el odio es más peligroso que una tristeza que ahoga nuestras potencias personales. Esa idea puede servir para una sesión de coaching ontológico y hasta puede tener algo de verdad. Pero la estructura de fondo, el deseo de que esos otros del grupo odiado dejen de ser, atenta contra la posibilidad de la vida en común entre diferentes, pero con una existencia compartida.
Aquí, el ejercicio de evaluar creencias y conocimientos e identificar pasiones parece imprescindible. Empezando por reconocer esas manifestaciones de odio, para desactivarlas antes que exploten.