Individualistas o solidarios

Por Diego Fonti

Individualistas o solidarios

Hay una experiencia antropológica básica: no somos el origen de nosotros mismos ni de las cosas básicas de nuestra existencia. Otra experiencia insoslayable es que nada que hayamos podido conseguir es un logro exclusivo de nuestra libertad individual. Ambas experiencias aplican a cualquier ser vivo, pero son particularmente significativas para los seres humanos. Porque entre esos seres hay quienes creen que sí son el origen exclusivo de sus logros, que su éxito y sus bienes se deben exclusivamente a su esfuerzo propio, como una recompensa dada a su (esforzada, inteligente, astuta) acción.

Conviene plantear este problema porque vivimos una especie de tsunami cultural, que lleva a plantear a la sociedad como una multitud de individuos reunidos, que libremente negocian, deciden, aceptan o niegan, y que cada uno es el origen incondicionado y sin manipulación, firme y consciente, de su identidad y de sus decisiones.

El problema con esta afirmación es que es tan falsa como la idea opuesta, de que es innecesario un aporte personal, creativo y voluntario.

Basta una simple y honesta mirada atrás a nuestra propia existencia para darnos cuenta de cuánto hemos dependido de otros, y cuánto hubo de nuestros aportes personales a la hora de actuar. Esto resitúa nuestra acción y esfuerzo en un lazo previo y continuamente presente, que puede llamarse solidaridad.

Solidaridad o muerte

Las palabras pueden ser usadas de múltiples formas, según épocas y contextos. “Solidaridad” es un ejemplo de eso, porque en su uso cotidiano suena a acción voluntarista, ayuda de alguien a otros. No es incorrecto, pero el problema de esta formulación es que reduce la solidaridad a una expresión voluntaria o individual, y puede terminar haciéndola cómplice del individualismo criticado más arriba. Como si la solidaridad fuera el dique de contención de los efectos negativos del individualismo. Como aquellos que defienden el individualismo más salvaje y ante sus efectos lavan sus conciencias con una limosna.

Pero otros sentidos emergen con fuerza. Originalmente, la solidaridad tuvo un sentido jurídico y luego comercial: la deuda compartida por un grupo, que hacía a cada miembro del grupo personalmente responsable por la deuda total, “in solidum”. Del mismo modo, también el pago de uno valía por todos. Era una obligación y una responsabilidad compartida.

A estas ideas, los socialistas del siglo XIX le suman otro aspecto: no somos felices sin otros. Esta afirmación incluye al mismo tiempo una descripción, pero también una norma: hay algo que obliga en la solidaridad. Si las tradiciones religiosas ubicaban el origen de esa obligación en el mandato divino, la ciencia moderna demuestra un lazo entre los seres humanos por su dependencia mutua insuperable. Ese entramado es la realidad insoslayable y la verdad última de la solidaridad.

Porque fuera de la solidaridad reina la muerte. La acción social es necesariamente cooperativa. Debido a la multiplicidad y diferencia entre los individuos, la libre acción de las fuerzas individuales no alcanza por sí misma para desarrollar las potencias personales y sociales, sino que debe desarrollarse además un sentido común: la solidaridad de los intereses, la comunidad y mutualidad del crecimiento.

La hora de la solidaridad

Además de la solidaridad como interacción, hay otro sentido básico. Estamos tan entramados los seres humanos entre nosotros, y con el resto de los ecosistemas, que sería suicida quitar los elementos constitutivos de esa trama.

Una bella analogía es la cúpula de la catedral de Florencia: se sostiene por el entramado solidario de sus ladrillos; si se sacasen algunos de esos bloques caería la totalidad. Cuando pensamos cómo estamos imbricados los seres vivos en la salud o la enfermedad (¡pandemia!), cuando pensamos la alimentación o la educación como logros sociales, vemos que la solidaridad no es algo voluntarista, sino la base ontológica de la política.

Me disculpo por las pesadas palabras filosóficas, pero quieren decir algo sencillo: es constitutivo de nuestra existencia depender de otros y vivir en interacción (virtuosa o dañina) con otros.

Aparece la idea de que hay una base (un entramado biológico, histórico, social) que nos permite ver que nuestras necesidades e intereses profundamente comunes e iguales. Y encontramos articulaciones con esas demandas por la igualdad básica en los movimientos de trabajadores (“la fuerza está en el ejercicio de la solidaridad”, como dice Eduard Bernstein); en los pueblos originarios (“en la sociedad india la cooperación y la solidaridad social se cumplen como la sucesión del día y la noche”, sostiene Fausto Reinaga); en reclamos sectoriales que alcanzan la sociedad entera (la escritora bell hooks habla de “feministas concretas que han vivido procesos de movilidad social ascendente sin abandonar su solidaridad con los sectores que no tienen esos privilegios”), y tantos otros.

Hay un paso de la descripción a la exigencia ética y política: la estructura solidaria sólo se activa virtuosamente con nuestra acción solidaria.

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