Por diversos motivos –que van desde lo curioso hasta lo dramático– han aparecido ante la opinión pública en los últimos tiempos algunos de los grupos y rasgos de la multiforme y rica tradición judía. Bien tomada, es una buena oportunidad para aclarar confusiones y distinguir ideas, instituciones y realidades.
Pero frente a la tremenda complejidad y en medio del horror de la violencia desatada en Oriente Medio, y ante un uso al menos confuso de una parcialidad de esa tradición por parte del nuevo Presidente de la Nación (el Jasidismo Lubavitch), convendría seguir la voz de cierta prudencia y evitar el tema.
El problema con esa evasión, como sucede cuando la prudencia se bandea del lado pusilánime, es que la tranquilidad ganada se paga con la renuncia a una posibilidad de pensar sin concesiones. Por eso prefiero hacer caso a Emmanuel Levinas y prestar atención a los filósofos y a los profetas, e intentar arrojar algo de claridad a este contexto. Es algo sensible para mí, porque sin ser yo parte del pueblo de Israel, más que al modo de una cofradía adoptiva, el estudio del pensamiento y la historia judía –impulsado por la lectura de algunos de mis venerados Hermann Cohen, Franz Rosenzweig y el citado Levinas– ha marcado mi propia posibilidad de comprender el mundo.
Los míos
No se trata sólo de pensar una teoría sobre el mundo, ni mucho menos de recetas de autoayuda para tiempos oscuros, que es cómo a menudo el capitalismo tardío domesticó para su uso a las tradiciones religiosas. El uso de muchas tradiciones, incluidas partes de las tradiciones judías (sobre todo vinculadas a la mística), ha derivado a menudo en un modo de alimentar los narcisismos o evitar hacer frente a la dureza de la vida. Sin embargo, volver a leer a los filósofos, los profetas y la Tora produce el efecto paradojal de una paz sin calma.
Por atacada que sea la palabra hoy, la justicia y su reclamo es transversal a lo que la tradición cristiana denomina “Antiguo Testamento”. Más aún, intelectuales notables, como Raquel Hodara, encuentran en la Biblia el origen de los Derechos Humanos. Un origen que lejos está de apaciguar las conciencias en autocomplacencia, porque exige una revisión de sí (examen de conciencia y autocrítica, lo llamaríamos los cristianos), para indagar si fuimos justos o no. Si generamos un mundo que supere las causas estructurales que dañan a los “pobres de Yahvé”: los jueces corruptos (Amós 5, 7); el engaño de los comerciantes (Oseas 12,8), la violencia de los poderosos y los ricos (Jeremías 5, 26s); el sometimiento laboral y la esclavitud (Jeremías 34, 8s); el acaparamiento de riqueza por parte de los poderosos (Isaías 5,8s; Miqueas 2,1s).
A esto habría que sumar las indicaciones directas para combatir esas injusticias, por ejemplo, permitir que quede en los campos una parte de la cosecha para que puedan comer quienes no pueden comprar (Levítico 19,9) o perdonar las deudas cada cierto tiempo (Deuteronomio 15).
Obviamente, un Estado moderno no puede regirse por la Biblia. Pero es interesante que quienes la proclaman, adviertan esa preocupación por la justicia social que atraviesa sus páginas.
Mis filósofos favoritos intentaron “traducir” esa fuente en términos para toda persona, independientemente de sus compromisos religiosos. El viejo Cohen, proponiendo la ética del prójimo como complemento de la ética universal kantiana. Rosenzweig, advirtiendo que ninguna construcción histórica está a la altura de ese modelo, sino que es desde ese modelo de justicia que se deben juzgar cada una de nuestras limitadas y corregibles intervenciones. Y Levinas, marcado por la barbarie de la Shoah, señalando que todo ser humano (todo) es un rostro del que emana el mandato “no matarás”, “o lo que es lo mismo, no dejarás al otro solo en su fragilidad”.
Los otros y nosotros
Iba a terminar este texto exponiendo que también hay otros, que no interpretan de este modo la tradición judía, sino que en su nombre están dispuestos a hacer una serie de atrocidades (pensaba en algunos funcionarios de Reagan y Bush, y en economistas seguidores de Leo Strauss y Rothbard respectivamente). Pero no hace falta, porque sabemos bien que se pueden hacer y decir barbaridades en nombre de Jesús, de Alá, de Buda y de tantos otros.
Pero sí hay que ver que esas acciones chocan de frente con la ética bíblica de la protección del débil y del rechazo de todo fetichismo, empezando por el dinero y la consagración de la libertad propia indiferente al mal ajeno.
Conviene que todos, quienes compartimos esa tradición y quienes no –y sobre todo quienes aspiran a ingresar en la misma– volvamos a leer esas páginas exigentes. Y vernos nos/otros en esos otros despojados. Para que actuemos con justicia.