Un rasgo demasiado presente en las discusiones públicas y mediáticas es el afán de lo inmediato. En el mejor de los casos, lo inmediato se compara con lo pasado o se proyecta al futuro. En el peor, se convierte en anécdota y “meme”.
Sin embargo, la formación de la opinión pública es un rasgo constitutivo de la modernidad, ya desde la idea de la “voluntad común” de Rousseau. Pero bien sabemos cuán manipulable es esa opinión y su reducción a lo coyuntural.
A pesar de esa tendencia problemática, esos aspectos presentes tienen su importancia como emergentes de procesos y acumulaciones previas, como sedimentaciones de creencias y prejuicios. Su riesgo no sólo es la ceguera respecto de sí mismos, sino, sobre todo, que incapaciten perspectivas de más largo aliento, tanto para evaluar el pasado, como para proponer metas y criterios de evaluación futuros.
Por eso conviene tomar las situaciones presentes como detonantes, para pensar esos problemas a la luz de la secuencia histórica, los valores dominantes, las ideas que revelan.
Si nos enfocamos en los modos de la violencia (particularmente sobre mujeres), así como las instituciones sociales creadas para abordarla, encontramos un caso testigo. Cuando vemos el rechazo generalizado (incluso por parte de sectores que hasta hacía poco despreciaban los reclamos feministas por la violencia contra las mujeres) que suscitó la acusación a un ex presidente Alberto Fernández por, presuntamente, golpear a su esposa, aparecen una serie de cuestiones sobre la configuración de la opinión pública y los valores que la orientan.
Pero ¿con qué criterio juzgar esas configuraciones y sus resultados? ¿No hemos aprendido que los criterios homogéneos y uniformes, consolidados por la mera fuerza de su persistencia, tienen tantos problemas como las posiciones relativistas, que reducen la validez de una afirmación moral a lo que una comunidad o grupo considera bueno o malo, sin ofrecer mayores justificaciones que su propia creencia?
A modo de discusión intelectual propondré cuatro puntos, que quizás sirvan para orientar las respuestas a estas preguntas.
No todo da lo mismo. Hay motivos (aunque no coincidamos en ellos) que nos permiten juzgar que hay desarrollos culturales mejores que otros, configuraciones que permiten formas de vida más libres, más justas, más seguras. Y otros menos. Entonces es imperioso identificar esos motivos, porque nos permiten luego hacer juicios más o menos fundados sobre cuestiones prácticas (pensemos, volviendo al caso, el rol que deberían tener las instituciones estatales encargadas de proteger las víctimas de la violencia, y qué pasaría si no las hubiera).
Si no todo da lo mismo, el respeto por otras formas de vida y culturas no puede incluir aquellas prácticas que atentan contra aspectos fundamentales de la existencia de las personas (su integridad física, por ejemplo). Y viceversa, sin importar quién o qué tradición cultural acuñó una idea o institución (por caso, los Derechos Humanos), hay que evaluar si esa institución es mejor, en tanto sirve para garantizar esos bienes fundamentales dignos de protección.
Las comparaciones son útiles, pero no significan un patrón uniforme de progreso. Como no todo da lo mismo, hay que preservar la idea de mejora comparativa. La crítica a las ideas de progreso impuestas desde los países colonialistas es imprescindible. Pero el hecho de criticar un modelo no deriva en abrazar la postura opuesta de una radical incomparabilidad, porque nos encerraría en una incapacidad de comparación todavía más reaccionaria y conservadora.
Este criterio de comparación de lo mejor y lo peor en el plano moral no es un proceso seguro, siempre continuo, con modelos claros de referencia. La historia nos muestra situaciones en las que ideas muy consolidadas o valores arraigados fueron puestos en cuestión y destruidos, o se pervirtieron hasta volverse una máscara horrorosa de sí mismos. Por ello hay que excluir la creencia naif de que “todo va a estar bien”, o que todo es justificable, porque siempre al final del día hay un “happy end”. Del mismo modo hay que excluir el cinismo del robot de Bombita Rodríguez en el futuro, que dice “son todos lo mismo, son todos lo mismo”.
La pregunta por el progreso o retroceso moral fue abordada de diversos modos. Mientras que los viejos euro-anglo-céntricos tomaban una idea de progreso como modelo uniforme, los jóvenes conservadores abrazan el liberalismo relativista de lo incomparable.
En cambio, pensar esos bienes universales que queremos garantizar -con todos sus problemas y contradicciones- y a partir de allí juzgar las instituciones históricamente logradas, nos permite una evaluación un tanto más modesta pero justa.
Finalmente, conviene recordar a Moses Mendelssohn, que mientras se imponía la idea del progreso necesario e imparable, sospechaba en que siempre se puede volver atrás. Y que el único progreso moral constatable es que cada quien evalúe en su propia vida si ha sido más justo.