Hay diversos tipos de fiesta. Algunas se celebran una única vez, otras se repiten cada cierto tiempo. Algunas tienen una regularidad casi litúrgica, con un orden que se repite en cada celebración, mientras que otras son organizadas para una única ocasión. En todo caso, una primera característica de la fiesta es que sólo existe cuando se la celebra. Además, que con la fiesta introducimos una cuña, un corte en el tiempo. Gracias a la fiesta generamos una “interrupción” de la secuencia -siempre igual- del tiempo cronológico, para permitir que se dé algo distinto.
Se pueden escribir muchas palabras sobre la fiesta, pero sólo hay fiesta en la práctica de celebrarla. Experimentándola y participando de ella, no hablando de ella. A pesar de eso, en una temporada de fiestas conviene pensar algunas características de esa práctica, para revisar cuáles dependen de nosotros y cuáles no.
Celebrar la fiesta
La fiesta implica una paradoja. Hay algo que se repite, al modo de un rito, pero nunca lo que sucede es igual. Este rasgo casi ritual evidencia el carácter originalmente sagrado del origen de las fiestas, algo que pervive incluso en las formas más comercializadas de la celebración en el capitalismo. Además, para que haya esa celebración tiene que haber participación, no sólo asistencia. Hacemos algo en la fiesta, no somos meros espectadores pasivos, aunque, por más que haya roles en las fiestas, nuestra acción no está totalmente guionada: hay lugar también para hacer algo inesperado.
La fiesta hace algo nuevo, pero repitiendo algo viejo. Actualiza algo antiguo, no para que sea lo mismo, sino para que sea de nuevo. Para que suceda con nosotros aquello que se recuerda, actuándolo. No puedo dejar de pensar en los fanáticos del fútbol que reviven fragmentos de momentos gloriosos actuándolos, tan parecida esa vivencia a las celebraciones religiosas…
El evento imposible
Pero hay otro tipo de situación que también pone un fragmento del tiempo fuera del tiempo. No tiene que ver con la celebración de una situación o la repetición de una memoria, sino con lo que se denominó “kairos”: el tiempo propicio o tiempo especial, que se vincula con lo que algunos filósofos llamaron “evento”.
En cierta ocasión me tocó compartir una mesa con personas del ambiente periodístico y universitario. La conversación con el representante del periodismo fue deliciosa; más allá de sus posiciones elitistas conservadoras y liberales (en lo moral y lo económico, respectivamente), sus lecturas filosóficas me recordaron que cualquier discusión debe darse en todos los frentes, incluido el más decididamente intelectual, con la profundidad que amerita. Una pareja de ejecutivos universitarios, sentados al lado, escuchaba nuestra conversación. En un momento, comenzamos a discutir la noción de “evento” en Heidegger; que utiliza esa palabra para nombrar lo que acontece sin que las personas podamos manejarlo, que se apropia de nuestras vidas y las abarca irremediablemente. Aquello para lo cual podemos prepararnos, disponernos, pero nunca manipular. Las experiencias que, como el amor o la amistad –o el pensar mismo– se dan, sin que se pueda causarlas, manejarlas ni organizarlas. Con las que sólo podemos relacionarnos disponiéndonos primero y con gratitud después. Llegados a este punto, la funcionaria sentada al lado nuestro dijo: “¡¿Cómo que no se puede organizar el evento?! Yo enseño en la universidad la materia Organización de eventos”. Piadosamente, mi interlocutor desvió la mirada.
Es que las palabras pueden perder y cambiar algunos sentidos.
“Evento” (“ereignis”, “événement”) son todos términos de lenguas indoeuropeas que señalan algo que viene -un “adviento”– o algo que “cae” (palabra que todavía se escucha en “acaecimiento” y “ocurrencia”). O sea, una experiencia que nos será dada, sin que dominemos su acontecer. Quizás las cosas más importantes de la vida se ubican en este registro. Podemos disponernos para ellas, pero nunca forzarlas. Tampoco sucederán diciéndolas. Y si creemos haber forzado su existencia, seguramente fueron otra cosa y no un evento.
Posiblemente, ese evento que atrapa nuestra vida será luego recordado, “celebrado” en un futuro.
Celebraremos para actualizar el momento original, aunque sea algo imposible, porque el tiempo siempre es nuevo.
Pero sí podemos prepararnos para celebrar la fiesta y disponernos para recibir, al modo de un don o un regalo que no se vende en ninguna parte, el evento.
En un modelo económico donde imperan la competencia, la adquisición y la expansión continua de la racionalización económica hasta las partes más recónditas de nuestra existencia, celebrar y esperar son actos contraculturales.