Banquetes eran los de antes

Por Pedro Indiana de Quesada

Banquetes eran los de antes

Siempre me ha gustado la palabra “banquete”. Es más: la incorporé durante un tiempo a mi vocabulario cotidiano, y si finalmente dejé de usarla fue porque generaba más confusiones y malentendidos que otra cosa. Si decía, por ejemplo, “te invito a un banquete que daré en casa este sábado”, los convidados preguntaban por qué haría tanta comida, o quién se casaba, o si había ganado el Quini6, o si debían venir vestidos de etiqueta, o cualquier otra derivación más o menos delirante, pero todas alejadas del simple motivo de mi convocatoria, que era invitarlos a cenar en la noche del sábado.

Que el término “banquete” esté asociado a cantidades pantagruélicas de comida, o que implique una festividad de boato, supongo que es una desviación sociocultural (y económica, de clase) de su significado arcaico, que hace referencia al simple listón de madera en que los invitados se sentaban a comer: el banco. Inclusive, rizando el rizo, podemos rastrear una idea de pequeña comida, casi íntima, antes que multitudinaria, porque el francés “banquet”, de donde viene nuestra palabra contemporánea, es una adaptación del diminutivo italiano de banco, o sea, del “banchetto”. Y en un banquito queda claro que no entran muchas personas sentadas, sino, por el contrario, unas pocas. Pero ya se sabe: una vez que los franceses toman algo, lo magnifican hasta dimensiones siderales (“¡oh, lá, lá! ¡la grandeur, la grandeur!”). Y así, el humilde banquito italiano de la comida compartida de los orígenes ha terminado por significar ampulosamente las opíparas mesas celebratorias.

Ni siquiera ha contribuido a mantener la idea original una obra de tanto calado en la cultura de Occidente como el diálogo platónico que lo tiene por título. Platón escribió “El banquete” hacia el año 370 antes de nuestra era, y sentó en la mesa de su “sympósion” a apenas una media docena de comensales, quienes, tras la cena y el buen vino, discurren sobre el amor y Eros. Hasta que llega el bellísimo Alcibíades, borracho como una cuba, protestando porque Sócrates ha rehusado tener tratos carnales con él a pesar de su hermosura.

Nuestra percepción del banquete, sin embargo, como pude comprobarlo entre mis amistades, está más asociado a la acepción francesa, multitudinaria y lujosa, que a la platónica, de unos pocos amigos cenando y hablando del amor (y del sexo).

Banquetes de amor y muerte

Hacia los años 80, la editorial Tusquets lanzó una serie de libritos pequeños, pero de factura exquisita, con tapas de un amarfilado brillante: una colección que llamó “Los 5 sentidos”. Si bien el nombre de la biblioteca daba la idea de que serían textos dedicados al buen vivir y al goce, utilizando todos los sentidos que Madre Natura ha puesto a nuestra disposición, los nueve títulos que sé que salieron estuvieron dedicados exclusivamente a uno de ellos: el del gusto. Son todos libros dedicados a la cocina. Parece ser que, al menos librescamente, el comer constituye un sentido dominante.

En la Navidad del año 1996 (lo sé con precisión por las dedicatorias estampadas en sus primeras páginas) quién entonces era mi esposa logró conseguirme dos títulos de esa colección (algunos otros, con títulos tan sugerentes y atractivos como “Cocinar hizo al hombre”, de Faustino Cordón; “Manual de anfitriones y guía de golosos”, de Grimod de La Reyniére; o “El gran arte de los caldos y potajes”, de M. A. Caréme, los sigo rastreando hasta el día de hoy, cuando peregrino por las librerías de viejo, tanto las de Buenos Aires como las de Barcelona). Uno de los que sí integraron aquel regalo que me hicieron en Nochebuena fue “Banquetes de amor y muerte”, de María del Carmen Soler.

Soler, otra integrante de esta tribu eterna del buen comer, tuvo una vida de novela. Montevideana, su familia se traslada a Barcelona cuando ella solo tiene tres años, por lo que crece en un entorno catalán y, cuando le llega el turno de ir a la universidad, catalanista: eran los días del gobierno del Frente Popular y el resurgimiento nacionalista en la Ciutat Condal. La Guerra Civil le impide terminar los estudios, y el haberse casado con un diplomático republicano la obliga al exilio cuando ganan la guerra los fascistas de Francisco Franco. Vuelta a América, vive el exilio en México y en Cuba -aprende y se deleita con sus cocinas-, y otras dos décadas en su Uruguay natal. Muerto Franco, puede, casi medio siglo después, cerrar el círculo del periplo vital en Madrid. Y luego de semejante ciclo de migraciones, huidas, exilios, prohibiciones, enfrentamientos, muertes y odios, María del Carmen Soler se sienta, en su vejez, ¿y de qué escribe? De cocina, claro. Y de los pequeños goces y disfrutes que vienen aparejados a ella.

Comer (y beber) como Dios manda

En el librito de Soler, el noveno volumen de la colección “Los 5 sentidos”, la uruguaya repasa los grandes banquetes históricos y míticos, desde aquel en el que cenaron Salomón con la reina de Saba; pasando por aquel otro, donde a los postres el cuerpo torneado y la belleza sensual del baile de Herodías le costó la cabeza al bueno de Juan el Bautista; deteniéndose en el que el otro Juan, el Evangelista, narra con precisión de detalles el matrimonio celebrado en Caná al que asistieron como invitados Jesús, sus amigos, y hasta María, su Madre.

Es ella, la Virgen, quien, cuando se agotan las bebidas en medio de la cena, la que se dirige al Mesías con el típico reclamo de una “idish mame”: “Jesús, hijo mío, a ver… haz algo, que se les ha acabado el vino…” Y el Cristo manda entonces llenar de agua seis grandes tinajas de piedra, y cuando sirvieron de allí a las copas, el maitre, que tenía muy buen gusto (pero que no sabía calcular muy bien cuánto tomarían los invitados, se ve) censuró al novio: “¡Cómo es que has dejado el vino más exquisito para el final de la cena!” Porque, desde entonces lo sabemos, el mejor vino es el que primero se sirve, cuando aún está sensible el paladar de los invitados, y no borrachos, como el platónico Alcibíades llegando a los postres.

La conversión de agua en vino fue el primer milagro de Jesús en Galilea, y sólo lo narra Juan (2:1-11), no está en los otros tres sinópticos, y la mesa de ese banquete puede casi reproducirse escénicamente: en el centro de las mesas hay varias salsas (a Galilea ha llegado inclusive el oloroso “garum” romano), carnes asadas, gallinas cebadas (unas trufadas con carne y vino, a la romana; otras rellenas de frutos secos, al estilo de Numidia), pichones, patos, pescado seco y fresco; como complementos, manzanas horneadas, setas salteadas, corazones de alcauciles, porotos verdes crudos. Y quesos, muchos y variados, desde la leche cuajada a los fermentados y los secos. Y luego jaleas, de manzana, de uvas, tortas de higo, pastas de avellana, galletas de miel y azahar, pasteles de hojaldre, y postres de crema regados con vino dulce o jugo de naranjas.

Montones de comida, pero le erraron a la cantidad de vino. Tuvieron suerte: Dios estaba cerca.

Algunos de esos platillos han sobrevivido hasta nuestros días. El miércoles que viene digo cómo hacer galletas de nuez y agua de azahar, un postre que, muy probablemente, haya estado hacia el final de aquel banquete de Caná.

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