Cociner(e)s epistolares

Por Pedro Indiana de Quesada

Cociner(e)s epistolares

Los modos de cocinar los alimentos y de comerlos constituyen, junto a la lengua que se utiliza para comunicarnos, uno de los pilares básicos de una cultura; pero, así como muy pocas recetas son inmunes al paso del tiempo, también van variando las maneras en que éstas se transmiten, de generación en generación. Si consideramos las “cuentas largas” de la historia (como decía Octavio Paz), hasta hace relativamente poco tiempo la transmisión de madres (o de abuelas) a hijas y a nietas sobre cómo manejar los fogones, el centro neurálgico del hogar, era exclusivamente por vía de la oralidad privada. En un sentido más amplio -del grupo, la tribu o la comunidad- en la transmisión por tradición. Desde la modernidad, en cambio, a esas vías tan antiguas como el propio comer, se ha agregado el texto: la receta escrita. Y, por lo tanto, impresa (o editada manualmente en esos trabajos casi de alfarería doméstica que son los “cuadernos de cocina”).

Otro de los efectos de escribir y publicar las recetas, tanto en compendios librescos como en páginas de publicaciones periódicas como esta misma que estoy redactando, es la tendencia a guardar sus recortes luego de leerlas. En cocineras y cocineros (digamos, “cocineres”, en ese neutro tan neologista) perfeccionistas, también agregar en los márgenes de los recortes anotaciones críticas, comentarios ampliatorios o evaluaciones sobre el rendimiento real de esas formulaciones textuales: ya que hay muchas, y lo digo por experiencias de un lado y del otro del mostrador, en que bellos textos dan como resultados pobres platillos, y su contrario: una seca formulación de una receta en tres pasos básicos es capaz de generar un plato de banquete.

Last -but not the least-, otra de las consecuencias de los artículos sobre cocinas y recetas, es que los lectores tienden a escribir respuestas al autor.

Reflexionaba sobre ello al recibir la correspondencia enviada al Pedante en delantal los últimos días. Bienvenidas sean todas las cartas, hoy quiero referirme en particular a dos de ellas: las de las lectores Matilde Gamarra de Osternak, y de Alejandra Jewsbury.

Carta 1: La humildad de la pedantería

La señora Matilde Gamarra escribe muy entusiasmada con la sección, pero nos critica el nombre elegido: “la cocina es -dice- básicamente humildad, servicio, es un don, una capacidad de dar; se cocina para los demás -para los hijos, la familia, los amigos, los invitados- tanto como para uno mismo; en esa actitud no tiene lugar la pedantería”, reflexiona en su carta. Y yo coincido con ella. Pero quiero responder tres cosas muy breves. La primera ya la narré en una de estas columnas, cuando conté que aprendí a cocinar a la par de mi señora abuela, doña Josefa, y que, ya muy anciana, cuando seguíamos cocinando codo a codo y se me ocurría hacerle alguna observación o crítica, murmuraba por lo bajo, con ese amor ácido de las viejas orgullosas de lo que han creado, “vaya, vaya… por Dios, un pedante en delantal”. Entonces el nombre de estas columnas corresponde a una cita culinaria.

Pero hay más: también es un homenaje literario. Uno de los autores fuertes de mi biblioteca es Julian Barnes. Destacadísimo narrador de la generación de postguerra (nació en Leicester en 1946, cuando aún retumbaban las últimas bombas lanzadas por la aviación nacionalsocialista sobre el territorio de las Islas Británicas) Barnes es el autor de una docena de libros centrales para la creación literaria de nuestra generación; uno de ellos, al que yo he recurrido más de un par de veces ya, se titula, en español, “Un perfeccionista en la cocina”.

Julian Barnes es un cocinero tardío, un varón que vivió, como yo, la incursión en un territorio que había sido exclusivamente de las mujeres hasta la generación de su madre, y entre vivencias, reflexiones, anécdotas y recetas armó, en 2003, un librito magistral sobre los múltiples significados de la cocina en nuestra cultura cotidiana. Un par de años después el libro fue publicado en castellano, por la española editorial Anagrama, con traducción de Jaime Zulaika y con ese título, “Un perfeccionista en la cocina”. Pero el original inglés de Barnes es sutil y enormemente diferente: “The Pedant in the Kitchen”. Y un perfeccionista puede asemejarse a cierta pedantería; pero, en todo caso, un pedante es mucho más sonoro y juega con otras posibilidades de significado. El nombre de estas notas también quiere ser, por eso, un pequeño homenaje a un título genial, oculto en nuestro idioma por merced de la corrección política.

No se aflija, estimada lectora, sabemos bien que la cocina es servicio, pero nos gusta reírnos un poco de la pacata formalidad (y también de nosotros mismos).

Carta 2: Los recortes de la abuela

La otra carta a la que me refiero me parece tan sustantiva, que me limitaré a copiarla entera, con autorización de su autora:

Los cuadernos de la abuela Laura

Por Alejandra Jewsbury

Yo soy de las que, del diario, siempre eligen algunas secciones y a ellas van primero. Por ejemplo, al sudoku, o a la cartelera del cine club municipal (al que nunca he ido, pero siempre me interesa) y anoto en un papel, cualquier papel que tenga a mano, el nombre de la película. Papel que luego nunca encuentro y película que nunca veo.

Ahora junto las hojas de “Un pedante en delantal” porque me gustan las recetas de cocina mezcladas en relatos llanos, escondidas en frases barrocas y adornadas en lugares lejanos del mundo, de hoy y de antes. Recetas para cocinar mientras se lee.

Y pienso en las diferentes formas de cocinar, de recolectar recetas, de guardarlas, y trasmitir también. Cocinar es como tejer, o como coser, o como pintar, o como escribir: lleva su tiempo. Mi abuela Laura fue sabia. Ella cocinaba, como todas las abuelas. Quizás no cocinaba rico, pero nadie hoy -ni antes- se animaría a decirlo. La fantasía de sus harinas, la mesa de madera con mantel de hule donde se amasaban los fideos, o las grandes ollas de aluminio en las que se cocinaba el “tuco” desde temprano, hacen de esos recuerdos manchas de comidas ricas.

Mi abuela Laura fue sabia por la forma en la que escribía las recetas. Yo tengo la suerte de tener cuadernos con su letra, pero la misma suerte tienen mis primas y mis tías, porque los dejó por todos lados. Escribía en los dorsos de los sobres de las cartas, en los bordes de las boletas de luz, en papelitos recortados a mano y siempre usados.

Ella nos ha dejado recetas escritas a mano que indican claramente su procedencia: “alfajor espuma de Quita”; “tarta de queso de Chicha”; “masa hojaldre de la Petrona”; el objetivo “torta regimiento”; y la forma exacta que se debe lograr, si el pan es trenzado (agrega un estupendo dibujito de la trenza), o la rejilla de la Pasta Frola.

Unos apartados especiales tienen los escritos en los bordes de los recortes de recetas publicadas en los diarios, escritos que se reconocen hechos luego, cuando se ponen en práctica, y hay resultados. Entonces las anotaciones son: “muy rica”; “no sale como en la tele”. ¡Uh!! Y qué decirles del dibujo del ojo. Por ejemplo, dibujaba un ojo y luego “harina leudante”; o en la receta de los scons, otro ojo (“¡cuidado!”): “no amasar, sólo juntar”.

Es más: las recetas que no tienen aclaraciones en los bordes las paso por alto y ni las leo. Nunca cocinaré algo que ella ni siquiera eligió. Otra evidencia clara, las recetas de amigas, de parientes, o de quienes ella conocía, siempre tienen anotaciones, acotaciones en los márgenes.

Yo hoy la recuerdo muchas veces, y hablo de ella y sus cuadernos; aparece en mis clases por lo menos dos veces al año. La recuerdo cuando explico que una receta es un plan; un plan que se escribe, que se difunde, que se ejecuta una y otra vez, y que, al final, se aclara, se anota y se comenta para mejorar en la próxima ejecución, la propia o la de quienes reciben este plan a más de cuarenta años de distancia. Como las recetas de mi abuela Laura y los scons que tengo frente a mí mientras te escribo esta carta, don Pedro Indiana de Quesada.

Carta 3: Una requisitoria a la española

Hubo una carta más esta semana, no para comentar o criticar la columna, sino directamente con una requisitoria, amable pero firme. Me la envió mi amigo Leandro, por mail: “Don Pedro Indiana, voy esta noche a su casa, tengo ganas de comer alguna españolada”.

Bueno… pues, a tirar de lo que hubiera en la heladera. No había mucho. En el freezer había un pollo de chacra, que me trajeron mis sobrinos del campo el fin de semana. Entonces, pollo al ajillo. Platillo más español, cotidiano, de bajo coste, perfumado, oloroso y sustantivo, no se consigue.

Pollo al ajillo

Para prepararlo se requiere un pollo entero, cortado a hacha en trozos de 5 x 5 centímetros, con su piel; una cabeza de ajos; aceite de oliva; una cucharadita de comino; otra de pimentón dulce; una hoja de laurel; una rama pequeña de romero; una cucharada colmada de harina; un vaso de vino blanco seco; y 750 ml de caldo de gallina.

Vamos pá´llá:

En una cazuela alta y grande, colocar unas cinco cucharadas de aceite de oliva, calentarlo a fuego medio y poner cinco dientes de ajo, enteros y con su piel, dejar que se doren durante un par de minutos; salpimentar los trozos del pollo hachado (lavarlo y secarlo antes, para eliminar restos de huesecillos del golpe de hacha); subir el fuego y sellar los trozos del pollo por sus dos caras en el aceite con ajos enteros; se retira el pollo una vez sellado, y se agregan más ajos: unos cinco cortados en láminas finas, y otros cinco picados bien pequeños (debe emplearse una cabeza de ajos en total); cuando los ajos comiencen a dorarse, añadir la cucharada de harina y revolver bien para que no se hagan grumos; cuando el aceite se haya espesado con la harina, agregar el vaso de vino blanco seco (puede ser jerez, también), y esperar un par de minutos que la ebullición evapore el alcohol; sobre esa salsa se incorporan los trozos de pollo ya sellados, y se los cubre con el caldo de gallina; se corrige la sal y la pimienta, se agregan la punta de cominos y las hojas de laurel y romero, y se cuece por 20 minutos a fuego medio. La salsa quedará como una ambrosía, entre amarilla y roja del pimentón. Servir caliente, decorado con un puñadito de perejil picado por encima y acompañado por papas rústicas. ¡Y olé!

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