Al internarnos en el mundo de doña Petrona C. de Gandulfo, y antes de entrar de lleno al contenido de sus fórmulas -aquellas antológicas recetas que enseñaron a cocinar a generaciones de “mujeres modernas” en la Argentina- creo que hay que tener presente algunos principios generales que trazaron la ruta culinaria de la santiagueña. El preliminar que considero más importante, porque discute -o, inclusive, contradice- una concepción muy extendida en nuestros días, es qué cosa entendía doña Petrona por comida “sana”.
Empujada por las tendencias estéticas de la posmodernidad, con sus moldes de delgadez creciente, pieles bronceadas, músculos marcados y cutis tersos, aquella cocina que, por simple convención, podríamos denominar “tradicional” comenzó a ser atacada cada vez más furiosamente. En los guisos carreros, los asados con cuero, los locros y las humitas, los fuentones invernales de polenta o las parrilladas con chinchulines, mollejas y tripa gorda, la nueva policía de las arterias prístinas detectaba demasiados carbohidratos; demasiadas grasas (saturadas, monoinsaturadas, polinsaturadas, hipersaturadas… ¡saturadísimas, vamos!); insuficientes fibras; colesteroles indisimulables; triglicéridos rampantes; glucemias traicioneras e hipertensadores gástricos. En fin, una corte de los milagros de las acechanzas, todas apuntando a generar aquellos morrocotudos físicos, blancos y redondeados en ellas; macizos y cuadrados -con leve panza alcohólica- en ellos, que dominaron los retratos en blanco y negro de nuestros bisabuelos. ¡No! ¡Horror!
Los batallones de infantería “light” pregonaron que había que “volver a lo natural” (pero… ¿cuándo nos habíamos ido de lo natural?); había que comer “sano” y poco, y había que tornear el físico con ágiles y sudorosos ejercicios (todos en etéreos movimientos contenidos en terminología nórdica: footing, crossfit, spinning, hiking, running, skating…) y ganar, como compensación, un par de semestres extra en el calendario biológico existencial.
Para un flan, una docena de huevos
Muy por el contrario, Petrona C. de Gandulfo siempre entendió que la cocina sana era la buena, y que ambas se asentaban en los cimientos de los productos de calidad y de las cantidades generosas. “Ponga, señora, ponga: en la cocina no hay que escatimar”, era una de sus muletillas. Y ya he contado aquí que, con esa filosofía, y muy posiblemente sin buscarlo expresamente, su calendario biológico existencial se estiró hasta casi marcar un siglo redondo, regado noche a noche con un whisky triple y un puro cubano del tamaño de un cañón de la Armada Invencible. O sea que, si a los ejemplos de resultados nos remitimos, la filosofía petronila le saca varios cuerpos a la predominante y temerosa avanzada “light”.
Pero, dicho esto, también hay que explicitar otro de los preliminares: la Gandulfo siempre insistió en que las proporciones y medidas debían ser las que se requiriesen, con precisión. Cocinar bien y sin escatimar no implica derrochar, o tirar puñados de ingredientes en demasía sobre la mesada, como en una mala película italiana. No: ni tan pelado que se le vean los sesos, ni tan peludo como el Pedro Indiana de Quesada: el buen hacer en la cocina requiere de una cierta proporción áurea, donde las dosis deben encontrar su punto de equilibrio en la mixtura de materiales secos y húmedos, y ese equilibrio se alcanza mezclando las proporciones en su justa medida. A tener en cuenta siempre.
La fórmula: 4 x 4 (o comerás de “delivery”, ameo)
Una palabra aparte debe decirse, además, sobre los platos y los comensales.
Hace algunas semanas, cuando los rigores del aislamiento pandémico comenzaron felizmente a morigerarse, un grupo de amigos y colegas me pidió organizar una cena en casa para despedir a uno del grupo, que partiría pocos días después a cursar su doctorado en una universidad alemana, ahora que también las clases han conseguido retornar a la presencialidad. Por supuesto, no hay que desperdiciar oportunidades de celebrar la amistad; alistamos la terraza, puse a enfriar a 18º unas botellas de Cabernet Sauvignon y los esperé. Cuando llegaron todos, éramos catorce. Tras las picadas iniciales con cervecitas, pasé a la cocina y comencé a traer los bandejones con empanadas árabes, llegadas un par de horas antes desde esa estupenda empanadería familiar fundada sobre el patriarca que le ha dejado su nombre a la marca (llegué a conocerlo personalmente, en el negocio original de Alta Córdoba, sobre la calle Mariano Fragueiro, a metros de la plaza: ya muy viejito, sentado en la esquina del mesón, con un palito fino de madera amasando los redondeles y armando las empanadas).
Cuando me vieron con las fuentes de los triángulos de masa horneada, hubo varios que pusieron cara rara, hasta que uno se animó a expresar la sorpresa: “Pero don Pedro Indiana… ¿cómo es esto? venimos a tu casa atraídos por tu legendaria cocina, ¿y nos vas a dar empanadas árabes…?” Ah, sí, ameo, ¡por supuesto! En mi casa, para cenar unos platillos a los que les dedicaré el día entero; haré reservas telefónicas a los proveedores conocidos; haré viajes hasta el mercado (con sendas visitas a la panadería y a la bodega); insumiré varias horas en la selección de ingredientes y el resto de la jornada manipulando ollas y sartenes, el límite de la mesa será de cuatro comensales. Seis, como una excepción muy justificada. Nunca, en una buena cena, más de seis (anote, señore). Y nunca menos de cuatro platos. La fórmula perfecta -aquí también funciona aquello del equilibrio áureo- es de 4 x 4: un comensal en cada lateral de la mesa; entrada, plato, queso y postre. Hay espacio para saborear, hay tiempo para conversar, hay lugar suficiente para que el esfuerzo del cocinero se despliegue y se transforme en la celebración del placer, de la conversación, de la amistad y de la frágil sensación de que la vida es bella en esos instantes en que las papilas gustativas otorgan su consentimiento. ¿Vienen de a catorce…? Pues comerán de “delivery”, ameo.
Una cena petronila
En el caso de que hayan conseguido ponerse de acuerdo, dejar a otros diez para alguna otra futura noche y conformar una equilibrada mesa de cuatro, sugeriría un menú de doña Petrona entero, según las recetas e indicaciones que sigo de su abigarrada enciclopedia culinaria, en la edición de 1945, que he heredado. Recuerden: son platos sanos, contundentes, que alargan la vida, pero cuyas proporciones deben cuidarse con atención:
Un entrante piamontés: rodajitas de vitel toné
Hay quién se resiste a esta mezcla de carne y pescado, sin embargo, es innegable su popularización en la cocina local desde sus lejanos orígenes, en las costas del Piamonte italiano. (Tampoco es fácilmente explicable la predilección del plato en las mesas navideñas, pero ahí está: no hay Navidad sin un vitel toné traído por alguna tía con pretensiones). Doña Petrona indica: cocer en abundante agua con hierbas y sal un peceto de un kilo, cuando se haya tiernizado, sin sobrecocinar, retirar del fuego y dejar enfriar dentro del caldo. Antes se habrá batido una mayonesa con yemas de huevo y aceite de girasol; a esa mayonesa se agregarán 100 gramos de atún en conserva (natural), seis anchoas en salmuera, media tacita (de café) de vinagre, y una cucharada sopera colmada de mostaza. Cuando la carne se haya enfriado, retirarla del caldo, secarla, cortar fetas finas, disponerlas en una fuente plana y cubrirlas con la salsa de mayonesa de pescado. Repartir yemas de huevo duro y alcaparras (si son de conserva en vinagre, enjuagadas y secadas previamente).
Plato contundente: jamón glaseado
Consiguiendo una buena pieza de jamón sin hueso en los distribuidores del mercado (puede ser que haya que encargarlo con cierta previsión), se retira el cuero, se lo coloca en una asadera de bordes altos y se lo cubre enteramente con azúcar negra (se requerirán 400 gramos) y con un litro de vino dulce, negro (no utilizar blancos de cosechas tardías, que pueden resultar demasiado ácidos, ni más de un litro). Al horno moderado, estará listo en una hora y media; cada quince minutos abrir y bañar entero el jamón con el almíbar negro que borboteará en la bandeja. Una vez listo, retirar la carne de la asadera, colocar ésta en una hornalla baja y dejar que el almíbar reduzca. Cubrir el jamón con azúcar seca y dorarlo en una plancha de hierro. Ubicar en la bandeja que se servirá, bañar con el almíbar negro reducido. Cortar en la mesa.
Un postre inexcusable: el flan de doña Petrona
Entre el vitel toné y el jamón habrán pasado una hora y media y una botella y media de vino, cuanto menos. Es un buen momento para traer un clásico de antología: el flan.
Prevea que necesitará cuatro horas. Y siete huevos. No hay que batir los huevos como si estuviésemos tomando la Bastilla, apenas, dice Petrona, “ligeramente y con un tenedor”. A ese batido se le va agregando, como lluvia, 200 gramos de azúcar. Dejar de batir, agregar una cucharadita (de café) de esencia de vainilla, medio litro de leche, y revolver solamente. Se coloca en una budinera acaramelada sobre la hornalla, y se la asienta en una asadera gruesa, flotando al baño maría durante 45 minutos, cuando la superficie comenzará a tomar un color dorado. Se retira, se deja enfriar, y se lleva a la heladera durante tres horas. Muy frío, se desmolda sobre la fuente de servir.
Se me acabó la página del diario, pero el miércoles que viene, por si alguien tiene pensado ya una 4×4 de abril, cuento cómo batir la crema chantillí para este portentoso flan petronilo. Parbleu!