La biblia indiscutible de la cocina española -en base a la cual, desde entonces, han aparecidos docenas y docenas de volúmenes hijos y entenados- es la escrita por Emilia Pardo Bazán entre fines del siglo XIX y principios del XX. En realidad, se trató de una obra dual: en 1913 había publicado un primer libro, llamado “La cocina española antigua”, y unos años más tarde, en 1917, decidió completarlo con otro que actualizara aquellos platillos traídos desde el fondo histórico de los mesones de la península, y publicó “La cocina española moderna”. Aun así, es usual encontrar los dos libros en un compendio que los vincula, bajo el denominador general de “La cocina española”, que es el volumen que yo tengo en mi biblioteca culinaria.
En realidad, se trata de un libro extraño para su tiempo y para su autora. En los primeros años del siglo, España permanecía en las oscuras sombras de un medievalismo tardío, que recién la República y el Frente Popular conseguirían remover, un par de décadas más tarde (y el franquismo, como reacción, frenar y volver a sumergir todo en una nueva versión de ese medievalismo tardío por cuarenta años más). Pero en ese escenario gris, monárquico, agrario, premoderno y detenido en el tiempo, hubo algunas figuras que, contra su cuna y contra su clase, intentaron mover un poco las estanterías de ese país oculto bajo las mantillas negras de las misas permanentes.
Condesa y feminista
Uno de esos nombres extraños fue el de Emilia de Pardo-Bazán y de la Rúa-Figueroa, gallega y condesa, que recogió sus largos faldones y, contra las prescripciones de su familia y de su herencia, fue una proto-feminista en una España que era el epítome del machismo patriarcal europeo, ni siquiera superado por el italiano (donde las mujeres también se vestían de negro, pero mandaban tanto como sus maridos).
La condesa de Pardo Bazán -que es como su nombre ha pasado a la historia, remarcando el título nobiliario- fue novelista, ensayista, crítica de arte, dramaturga y cuentista, traductora y editora, catedrática universitaria y conferencista social. Y fue todo eso remarcando su carácter de mujer, reclamando para su género todos esos papeles, y algunos más. Su objetivo era empoderar a la pobre, sufrida y marginada mujer española, especialmente a la del entorno rural. Una de sus novelas principales, “Los pazos de Ulloa”, de 1886, retrata el ambiente de los caserones familiares de la Galicia rural. Ella misma, Emilia, siempre vivió en su “pazo” gallego, en un medio esencialmente agrario y técnicamente premoderno, donde el peso del trabajo de la tierra lo llevan las mujeres, aún hoy.
También retrata a las mujeres en el ambiente laboral preindustrial, como en su novela “La Tribuna”, de 1883, que se considera la primera obra de ficción social “naturalista” (esto es, opuesta al vigente y preponderante romanticismo en la lírica y en la narrativa), donde la aristócrata gallega incorpora, como novedad histórica en la novelística española, al proletariado, y al proletariado femenino, con su personaje de Amparo, la cigarrera, protagonista de “La Tribuna”.
Y en esa ruta de intereses tan variados, la Condesa de Pardo Bazán decidió también reivindicar la cocina, tanto como parte de la cultura de un lugar, como elemento que, bien utilizado, podría ser una herramienta que las mismas mujeres -señoras de los fogones- utilizaran en el camino de su propia reivindicación. Así, Emilia comienza a editar una “Biblioteca de la Mujer”, de once volúmenes que tratan diferentes temas, para brindar entre todos una amplia formación a las mujeres en su camino de liberación. Una biblioteca feminista que se cierra, precisamente, con “La cocina española moderna”.
El Ángel del Muro
Fueron muchos y muy sustantivos los aportes de la Condesa de Pardo Bazán, y en esta sección volveremos a ella, porque es un personaje interesantísimo y porque sus recetas, especialmente las de la cocina antigua, merecen más de un comentario. Pero hoy quiero remarcar un personaje que la antecedió, aunque por muy pocos años, y que -no tengo pruebas, pero tampoco dudas- influyó fuertemente en los dos volúmenes que Emilia daría a la imprenta un tiempo después: don Ángel Muro.
Muro también fue un personaje extraño, muy querible, disruptivo. Le encantaba comer, cocinar, hablar, escribir, y hacía todo eso junto y a un tiempo. Mezclaba anécdotas de la cocina de Napoleón con la de la Corte española (de cuyo cocinero mayor se decía discípulo); relataba anécdotas -como si las hubiera vivido- de los fogones de Oriente, de la Antigua Roma, o de los árabes expulsados de Andalucía; daba cuenta de las biografías y de los recetarios de los más insignes cocineros, como Ruberto de Nola, Altimiras o Montiño; se desplazaba por los círculos sociales madrileños de fin de siglo dando “conferencias culinarias” (hubiera pagado cualquier suma por haber asistido a alguna de ellas, me las imagino un divague onírico surrealista); y hacía la crónica crítica de lo más granado de los restaurantes españoles, como Fornos, Lhardy o Botín.
Yo sabía de su existencia por referencias y citas en otras obras, pero grande fue mi sorpresa un domingo de verano, hace ya algunos años, curioseando por la feria del Rastro madrileño, cuando en un puestito de libros de viejo encontré “El practicón”.
Don Ángel Muro, después de toda una serie de “Conferencias culinarias” (al parecer, exitosísimas, según él mismo dice), y de la publicación de un “Diccionario de cocina”, se largó a redactar la que -esperaba- sería su obra cumbre: “El practicón. Tratado completo de cocina al alcance de todos y aprovechamiento de sobras”.
Es un libraco enorme, de más de quinientas páginas (menor, en todo caso, que su “Diccionario”, que consta de dos mil páginas en 4º mayor), ilustrado con 240 grabados de dibujos a mano, publicado por la casa editorial Hijos de Miguel Guijarro, en Madrid, en 1902. Obvia decir que compré aquel mamotreto en la librería de viejo del Rastro (la primera edición fue de 1893, la que yo tengo es la decimoséptima), y que desde entonces no sólo ha sido una lectura divertidísima, donde he descubierto asimismo los antecedentes de los volúmenes de la Condesa de Pardo Bazán, sino también un instructivo manual para ver el desarrollo del arte de cocinar en la historia. Y, no por último en importancia, un recetario del que he sacado platos innumerables veces.
Cocinar como un poeta
Pero más allá de los usos estrictamente de instrucciones del cocinar, el entorno narrativo en que se presenta “El practicón” es una delicia para los sentidos, inclusive el del gusto. Compartiré algunas recetas de su inagotable fondo el miércoles próximo, así como algunos comentarios, hoy, para nosotros, insólitos (como el arte de trinchar pavos, las reglas para el servicio de la mesa, o una “utilísima” descripción de la vida gastronómica en París, “meta gloriosa” para cualquier gastrónomo); hoy cierro esta presentación con el “Preámbulo” con el que don Ángel Muro abre “El practicón”, toda una declaración de propósitos:
Quien come bien, bebe bien;
Quien bien bebe, concededme,
Es forzoso que bien duerme.
Quien duerme, no peca; y quien
No peca, es caso notorio
Que, si bautizado está,
A gozar del cielo va
Sin tocar el purgatorio.
Esto arguye perfección;
Luego, según los efectos,
Si son santos los perfectos,
Los que comen y beben bien, lo son.