Hasta la popularización de la Escuela de los Annales, el peso de la reflexión histórica, desde la antigüedad, estaba en los grandes eventos y las biografías de los líderes. El relato social –y su fijación en la memoria colectiva- ubicaba en la centralidad de la mirada a los roles protagónicos: el poder y aquellos que lo detentan. Desde la revista de los Annales, bajo la inspiración de los profesores Lucien Febvre y Marc Bloch, desde los años 30 del siglo pasado comenzó a desarrollarse una visión alternativa del relato histórico, que terminó impregnando a toda la historiografía francesa y -desde París- quebró el discurso histórico dominante.
Del gran hombre a la pequeña cosa
Los profesores de los Annales desplazaron la mirada desde el acontecimiento político y el hombre poderoso que lo llevaba adelante, hacia los procesos y las estructuras sociales que habían acompañado esos acontecimientos y, eventualmente, habían hecho posible que los protagonistas se convirtiesen precisamente en eso, en protagonistas de la historia.
El camino abierto por la revista de los Annales se mostró portentosamente fértil, y su dislocación de los centros abrió el abanico de miradas. Al abrirse el foco, que había permanecido tan concentrado durante tanto tiempo, comenzaron a visualizarse dimensiones, en los márgenes, de una riqueza insospechada para arrojar datos y elementos de comprensión del mundo que nos rodea, el que vivieron las generaciones que nos precedieron y que nosotros re-creamos al revisarlo, describirlo, explicarlo y redactarlo.
Yo, que recurro mucho a los escritos sobre la edad media, soy un lector fiel de los libros de dos de los herederos de Bloch y Febvre: George Duby (“El año mil”; “Arte y sociedad en la edad media”; “Guerreros y campesinos”; “San Bernardo y el nacimiento del gótico”, etc.), y de los volúmenes de Jacques Le Goff (“El nacimiento del Purgatorio”; “Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval”; “El tiempo como imaginario”, etc.), además de las obras de Umberto Eco, mi maestro.
Lo común a estos intelectuales, en el camino abierto por los Annales, es mostrar la potencialidad de los detalles ordinarios y banales que integran la vida privada de los hombres y las mujeres de un tiempo determinado, para estructurar el relato de su generación y de su mundo. Entre ellos, la cocina: las formas de preparar los alimentos que ingerimos y que nos definen.
Historia, cocina y literatura
Esa perspectiva, además de utilizarla en trabajos académicos, me ha sido muy provechosa al momento de escribir ficciones. Los críticos que han reseñado en diversos medios mis cuentos han insistido en esa dimensión: en cómo utilizo un aspecto de la vida privada –en este caso, la cocina- para armar la arquitectura total del argumento. Yo siempre contesto lo mismo: que esa predilección por escribir deteniéndome en los detalles, en los placeres de la buena mesa, los colores, las formas y los olorosos vahos de la cocina, me viene de mis lecturas de los historiadores de la Escuela de los Annales y su pedagógico recentrado de la vida cotidiana en la atención del escritor.
Ahora, además, voy a agregar una nueva fuente. Acabo de terminar un bellísimo libro, que se integra a mi biblioteca culinaria, y que no podía faltar en estas notas sueltas tomadas a vuelapluma por un pedante en delantal. Su autor es Francesco Antinucci, un académico amante de la buena mesa y de la buena cocina; sin embargo, el título, en el original italiano (“Spezie”) no dice mucho; y la traducción castellana (Edhasa) tampoco le hace justicia a la originalidad de su perspectiva: “Especias, una historia de descubrimiento, codicia y lujo”. Parece más un título para una novela de enigmas o un policial de viajes. Sin embargo, es un exquisito libro de historia, redactado desde un punto de vista por demás particular: el de la pimienta.
Il pepe, bianco o nero
La pimienta (“il pepe”, en italiano, que la nominan en masculino) es uno de esos elementos irracionales, que no forma parte de la gran historia militar y política del mundo, y sin embargo resulta sumamente útil para explicar el genio y la locura humana durante períodos históricos enteros: un grano blanco, levemente tostado, que jamás sirvió para ningún objetivo concreto (ni alimenta, ni engorda, ni conserva las comidas, ni sacia el apetito, ni agrega valor, ni nada de nada), pero que alcanzó precios superiores al oro, durante más de diez siglos fue el principal producto apetecido por la civilización occidental, y prácticamente fundó lo que hoy conocemos como comercio exterior.
Por la pimienta se circunnavegó el África, por ella se descubrieron los pasos interoceánicos.
Fue por la pimienta que se inaugura la modernidad, cuando por ella Colón se topa con ese obstáculo en el globo, en mitad de “la mar océano” que debería haberlo llevado a la especiería y que, por lo contrario, lo desembarcó en América.
Y, algunos años después, por la pimienta los holandeses cometieron uno de los mayores fiascos de la historia política internacional: renunciaron a Nueva Ámsterdam y se la cedieron a los británicos. Éstos aceptaron. Hoy, aquel puerto holandés cambiado por las rutas de la pimienta se llama Nueva York y es uno de los centros del mundo.
Un error holandés
Estamos en el último piso de un restaurant de Vinegar Hill, la punta meridional de la bahía de Manhattan se recorta al frente nuestro. Aquí se cena tan temprano que aún hay unos rayos de sol tiñendo de anaranjado el río, sobre el que resaltan los ladrillos rojos del puente de Brooklyn.
Nos han traído un par de gruesos y jugosos “roast beef”; Mercedes le pide pimienta a la mesera, haciendo sonar fuerte la doble “p” de la palabra inglesa “pepper”, tan distinta del suave italiano “pepe nero”.
“Quizás, si los holandeses no hubieran sido tan cortos de miras, estaríamos pidiendo pimienta en neerlandés, y no deberías esforzarte tanto en la pronunciación de la doble p”, le digo (Pimienta, en holandés, se escribe “peper”, y suena más suave que en inglés).
Mercedes me mira, esperando una aclaración coherente a un comentario tan enredado, y yo apelo a mis lecturas del profesor Francesco Antinucci: “La pimienta fue el objeto más preciado del comercio durante más de dos mil años –le cuento, mientras sazonamos abundantemente nuestros bifes con el polvillo picante-, desde los romanos. Desde los puertos del imperio confluían en la egipcia Alejandría, remontaban el Nilo hasta Tebas, cruzaban a pie el desierto hasta el Mar Rojo, se subían a unas pesadas naves a velas y cruzaban a través de todo el Océano Índico para llegar a las costas de Malabar. Así, durante un milenio y medio. Los portugueses, buscando la misma pimienta, le dieron toda la vuelta a África, y Colón, por el mismo motivo, buscando una ruta hacia la especiería se topó con esta América en el medio. Finalmente salieron los holandeses y los británicos a conquistar alternativas de la misma ruta y llevar el preciado granito negro –que cotizaba aún más que el oro- a las mesas europeas. Pero ya no había tantas rutas… Los holandeses fundaron aquí, en Manhattan, Nueva Ámsterdam, y varias colonias en la ruta que cruzaba por las islas polinesias, que entonces llamaban las Indias Orientales; los ingleses hicieron lo mismo, y comenzaron las guerras anglo-holandesas, que bien podrían haberse llamado las “guerras de la pimienta” y que ocuparon buena parte del siglo XVII. Cuando se firma la paz de Breda, los holandeses –que iban ganando la guerra- imponen su criterio: le entregan Nueva Ámsterdam a los ingleses a condición de que éstos renuncien a ocupar colonias en la ruta samoana de la pimienta. Los británicos aceptan, y le cambian el nombre a la ciudad: la llaman New York. Al poco tiempo la pimienta cayó en desgracia: ya había demasiados países que la comerciaban y el exceso de oferta hizo bajar los precios. La ruta de las Indias Orientales dejó de ser estratégica, y New York –en cambio- siguió su camino hasta convertirse en la nueva Roma de nuestro tiempo…”
Ahora sí ya es de noche, caminamos por la ribera oriental del Hudson y yo voy recitándole a Mercedes el soneto “Aquel error holandés”:
En las costas indias de Malabarra,
una perla verde, ya ennegrecida
al solaz meridional de la tierra,
las delicias de la mesa tendida
hace desde Europa al cielo más nuevo.
La pimienta negra todo mar cruza:
Índico, Pacífico y Ordo Novo;
llama el Mediterráneo, su brisa,
y hacia allá acude, todos la disfrutan.
Enloquece los mercados de Londres
y la flota de la Reina trae odres.
Los marinos de Holanda la disputan,
ceden New Ámsterdam por ella, ¡bad work!
La pimienta pasa. Queda New York.
Recuerden: Francesco Antinucci, “Spezie”. Si lo ven, léanlo. La gran historia contada a partir de un humilde y apenas picante grano hindú.