¡Muy buenos días, lectores y lectoras amantes de la cocina! Hoy vengo a contarles algunos pormenores de una de las cocinas que, por vía de las corrientes inmigratorias desde el Finisterre gallego (de Betanzos y de Compostela; de A Coruña y de Lugo; de Orense y de Mondoñedo) es ya una legítima integrante de nuestro acervo cultural argentino: ¿en qué casa no se ha comido alguna vez, especialmente en aquellos años en que se respetaba las llamadas “vigilias pascuales” (donde no se comía carne, sino pescado) una tarta de masa Pascualina rellena de una lata de atún, una cebolla rehogada y un huevo duro? Bueno, pues: ese platillo, usual en las mesas nacionales (y más usual todavía en las mesas estudiantiles de Nueva Córdoba) viene a ser un eslabón evolutivo sudamericano de aquella original “empanada”, sustancia y centro de la cocina de Galicia.
Mi relación con esa manera de preparar y disfrutar la comida, de raíces celtas, me viene desde lejos. Aunque mi primer contacto con la cocina gallega fue hace muchos años, casi de casualidad -como dicen que suelen pasar las grandes cosas- y no en tierras de Galicia sino en el otro extremo de la península española: en Cataluña. Una nochecita de fines del siglo pasado, en que acabábamos las sesiones académicas en la Universitat de Barcelona, el profesor y amigo Xavier Pons Ráfols me invitó a cenar en un acogedor bodegón del carrer de Lleida, muy cerca de la Avenida del Paralelo. Allí nos recibió Cándido Iglesias Barciena y su mujer, Puri, y en el largo par de horas que siguieron comenzó un romance culinario que se mantiene incólume hasta nuestros días, cuando tantos pulpos, habas, grelos, sardinas, chipirones, filloas, xarretes, callos, jamones y lacones han pasado por encima de las mesas, de aquel lado y de este del agua.
Esa noche de recuerdo tan vivo en mis papilas gustativas tuvo una carta a la altura inaugural del romance que iniciábamos: me vienen las imágenes de unas entradas de “Sardinas Mamá Sueiro”, un “Bacalao estilo da ria”; una “Ensalada de angulas”; y unas “Setas con almejas”, para terminar las entradas. Luego, un inigualable “Lacón con grelos” de plato de fondo; para terminar con unas ligeras y crocantes “Filloas con crema”. Y cuando ya pensaba que no podría con nada más, llegaron los licores: pacharán de anís, aguardiente de orujo, “Aguardente das Meigas” (“de las Brujas”, hecho de hierbas silvestres), y los puros. Ya casi de madrugada, argumentando que los alcoholes de los aguardientes habrían funcionado de bajativo, con el café se agregó una exquisita “Tarta de Santiago”, con la Cruz del Apóstol marcada sobre el azúcar impalpable. Lo que se dice una soberana cena gallega. Daré aquí, al final, alguna de las recetas de esos maravillosos platillos.
Pero, además de la autenticidad, tamaño y potencia de esa cocina, don Cándido Iglesias me presentó una institución y un hacer culinario que también quiero traer a esta breve reseña: la organización de los cocineros de Finisterre, cualquiera sea el lugar geográfico en el que se encuentren, en torno a la asociación Amigos de la Cocina Gallega.
Una red culinaria (hoy diríamos, “una ONG”) dirigida a preservar las raíces ancestrales de los fogones galaicos; premiar y resaltar la memoria de las grandes cocineras y los grandes cocineros, tanto de los restaurantes como de las casas de familia, urbanas y -muy especialmente- de la riquísima y tan honda tradición rural gallega: una manera de ser que permaneció casi inalterada por medio milenio, y que por eso mismo debería haber sido alguna vez declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
Aunque sin tanto boato global como la inclusión en los registros de las Naciones Unidas, los Amigos de la Cocina Gallega sí consiguieron el lauro del Premio Nacional de Gastronomía de España, y se largaron a difundir esa manera de hacer y de disfrutar su cocina por el ancho mundo, porque la emigración desde Galicia, en los duros años de los siglos XIX y XX, llevó gallegos hasta las costas más impensadas. Argentina, claro está, fue uno de los puertos principales (desde 1912, Buenos Aires recibiría prácticamente a la mitad del total de la emigración gallega), junto con Cuba, México, Venezuela y los Estados Unidos. Y allá donde iban, los acompañaba su regia cocina: ahí están los múltiples restaurantes de la Avenida de Mayo, en pleno centro de la capital argentina, para dar sobrada cuenta de ello.
Aquella noche, Cándido y Puri Iglesias, mientras traían platos y platos a mi mesa, también me trajeron una foto, grande y un tanto descolorida, enmarcada en un grueso madero: en ella se ve al presidente Raúl Alfonsín recibiendo en la Casa Rosada un escudo de Galicia horneado en cerámica de Sargadelos (alguna vez hablaré aquí de esa otra maravillosa particularidad de las piezas de cerámica que se hacen, desde hace más de 200 años, en delicados blancos y azules en la fábrica de Lugo). Alfonsín está rodeado por los miembros de la delegación de los Amigos de la Cocina Gallega, que lo hicieron miembro permanente esa tarde y lo invitaron a comer un “cocido” esa misma noche porteña. ¿Han probado alguna vez un “Cocido gallego”? Estoy seguro de que sí: es ese plato, tan habitual en las mesas invernales, que nosotros llamamos simplemente “puchero”. Una muestra de lo íntimamente imbricadas que están ambas culturas culinarias.
Antes de irme, aquella noche, los Iglesia me regalaron un ejemplar del Anuario de los Amigos de la Cocina Gallega, con el sello de su restaurant en la primera página. Desde entonces forma parte central de mi biblioteca culinaria.
Algunas recetas de los amigos de la cocina gallega:
Croquetas de marisco
– Para unas 10 personas, unos 400 gramos de mariscos (el que encuentren, variado como para una paella); un cuarto de pan de manteca; medio kilo de harina; dos litros y medio de leche; huevos; pan rallado; nuez moscada; y sal.
– Se ablanda (“clarifica”) la manteca, agregándole la sal, la nuez y, muy lentamente para evitar grumos, la harina; luego, la leche (tibia), sin dejar de remover en ningún momento, hasta que la pasta esté unida. Entonces se agrega el marisco, semi picado hasta dejarlo en piezas pequeñas. Se cocina todo el conjunto unos minutos, se retira y se deja enfriar. Una vez templada la pasta, se van armando las croquetas con una cuchara, se pasan por el huevo batido y por el pan rallado, y se echan a una sartén con abundante aceite muy caliente. Se las hace girar varias veces, hasta que estén doradas, se retiran, se les deja escurrir el aceite sobrante, y se sirven con rodajas de limón.
Tortilla de camarones
Yo intento, en esas recetas de “Un pedante en delantal”, adaptar mínimamente los preparados a la idiosincrasia, a los ingredientes disponibles, al paladar nacional, y a las proporciones que la costumbre y los usos contemporáneas nos marcan. Pero si quieren una auténtica tortilla gallega, en las proporciones usuales para una comida rural de unos cinco o seis comensales, aquí va:
– 18 huevos de gallina; medio kilo de camarones; sal; aceite; laurel; agua. Bien lavados, se ponen los camarones en agua, con sal y laurel, y se la lleva a hervor, apenas dos minutos; se retiran los camarones y se pelan. En una sartén grande, se echan los huevos batidos con un poco de sal, el marisco pelado en el centro, y cuando el huevo comience a cuajar se enrolla rápidamente en forma ovalada y puntiaguada: debe quedar bien suelta en el centro (“bavause”) y dorada en el exterior. Se sirve presentada con algunos camarones enteros encima y rodajitas de limón.
Sardinas “Mamá Sueiro”
– En A Coruña y en toda la costa de Finisterre suelen calcular unas cinco o seis sardinas “cabezudas” (las bien grandes) por persona, yo propongo reducir a unas tres por comensal; ajo, pimentón, orégano, sal, aceite, harina. Se limpian las sardinas, y bien lavadas se les hace una incisión en el lomo; en mortero se machaca el ajo con los condimentos, y con una cuchara se introduce este “majado” de mortero en los lomos abiertos de las sardinas, intentado distribuirlo desde la cabeza hasta la cola (que se mantienen, sin separarlas de los pescados). Se fríen en una sartén con aceite de oliva, al que en el momento de introducir las sardinas se espolvorea con una fina cada de harina. Se sirven muy calientes.
Lacón con grelos
Los lacones son las patas anteriores de los cerdos, y se curan de una manera muy similar a los jamones, aunque con menor tiempo de estacionamiento (unos 30 días) y sin ahumar; quedan unas piezas enteras de entre tres y cinco kilos. Los grelos y las nabizas son las hojas tiernas de los nabos. Los lacones salados y estacionados se hidratan durante uno o dos días, y se cuecen en una olla donde entre la pata entera, con la extremidad hacia arriba, durante unas cuatro o cinco horas, dependiendo del peso. Una vez retirado, en la misma agua se hierven papas y, listas las papas, los grelos. Se lleva todo muy caliente a la mesa -es plato de pleno invierno-, se cortan rodajas de lacón en torno al hueso, se agregan papas y grelos en el costado del plato. Insuperable.
Tarta de Santiago
En Compostela, tumba del Apóstol San Yago (a quien llamamos Santiago), todo lleva la Cruz en forma de daga puntiaguda: la tarta del postre que lo nombra no es la excepción. Se hace con 8 huevos y 350 gramos de harina leudante; un cuarto litro de agua; un paquete de manteca grande; almendras molidas; medio kilo de azúcar; ralladura de limón; y azúcar impalpable para cubrirla (pueden obviar la Cruz de Santiago, no hace al gusto, en definitiva). Se baten los huevos con el azúcar, harina, manteca derretida y agua, con brío y paciencia: hay que darle a la batidora una media hora, sin pausa. Luego se incorpora la almendra picada y la ralladura de limón. Se hornea a horno moderado (ojo con el espacio, porque se levantará bastante, después de tanto batir). Una vez fría, se desmolda y se cubre de impalpable. Debe ser blanca, pura, prístina. Como el Apóstol. (Hasta no hace mucho, cerca del altar de la Catedral de Compostela, punto de llegada del mítico Camino de Santiago, por el que arribaban a su tumba los peregrinos de toda Europa, había una gran escultura en madera policromada: El Apóstol, espada alzada, sobre su caballo arremetía contra los españoles musulmanes andaluces, y el piso estaba regado de cabezas degolladas: “Santiago Matamoros”). Y va excelente con un café fuerte y amargo, como la vida misma.