Siempre me ha llamado la atención el relativo poco uso que le damos en nuestras cocinas latinoamericanas a la berenjena, la gran dama de la cocina mediterránea. En cierta oportunidad, incluso, conversando con amigos les propuse iniciar una campaña para incentivar su consumo, que incluyese información sobre su cultivo (facilísimo), su comercialización (en una amplia área geográfica: sólo necesita sol y temperaturas templadas); un vademécum creativo de formas de consumirla (que lograse ampliar las reducidas opciones de milanesas y del tradicional escabeche); e inclusive que tocara extremos excéntricos (soñaba con crear una receta de helado de berenjena, suponía que si había tenido cierto éxito algo tan rebuscado como una crema dulce helada en base a las semillas del pistacho, mis amadas berenjenas también podrían lograrlo).
Finalmente, aquella iniciativa no prosperó, como tantos otros proyectos elucubrados en las sobremesas bien regadas de vinos y bebidas espirituosas; pero yo he mantenido mi entusiasmo, y he seguido teniendo a estas pulposas frutas moradas en un lugar destacado de mi cocina.
Buenas, bonitas y baratas
Y es que razones no faltan. Por el contrario: sobran. Comenzando por su fácil acceso y -desde que se plantan en invernaderos- que su disponibilidad se salta las fronteras de las estaciones. Por lo demás, su precio es uno de los más bajos en el tablón de las verdulerías, al igual que sus índices de hidratos de carbono, energéticos, vitamínicos y proteicos. Y para aquelles que les interese cuidar la figura, su contenido calórico es directamente inexistente. Más del 90% de su pulpa es agua, con una fibra firme cuando está cruda, pero que se deshace en el paladar con apenas unos minutos de cocción. Sí tiene algunos elementos (serotonina y tiramina) que pueden provocar leves efectos alérgicos, por lo que no conviene tomarla en crudo, tampoco hervida, sino horneada o frita (en este caso, como la pulpa es tan esponjosa, para que no absorba grandes cantidades de aceite conviene hidratarla en agua y sal desde la noche anterior).
La chica del Mediterráneo
Yo me hice un fan de las berenjenas al comerlas en las variadas cocinas en torno al mar Mediterráneo. En sus costas septentrionales comí el espencat y la escalivada catalanas; la musaka griega; los scapici en la Puglia italiana; la capotana napolitana; o la alboronía andaluza. También en sus costas orientales (las ensaladas con calabacines y cilantros del Líbano; la diversidad de mezze de Oriente Próximo); y aún de las costas meridionales del mar, como el zaalouk, el caviar de berenjenas marroquíes; o el mahshi egipcio de Alejandría, de berenjenas con arroz. Junto con el aceite de oliva, las pastas, los pescados, los frutos secos y el vino, las berenjenas dan el tono a las cocinas de toda la cuenca del Mediterráneo.
En realidad, llegaron hasta el “mare nostrum” europeo desde las lejanas costas indias, en una ruta similar a la que seguiría la pimienta (ya hablaré aquí de esa ruta, cuando me refiera al granito negro que llegó, en su tiempo, a valer su peso en oro), y los primeros registros de los que se tienen noticia son antiquísimos, de unos cuarenta siglos.
Desde aquellos territorios del Este hindú la trajeron los árabes hasta el Norte de África, y como el Sur de España -Al Ándalus- también era territorio musulmán, por el Estrecho de Gibraltar se introdujo en Occidente. Aproximadamente por la misma época, en las naves colonizadoras colombinas llegaría también a las costas americanas, para extenderse hacia los cuatro vientos entre los trópicos.
Sin embargo, a pesar de semejante difusión, insisto: en nuestras cocinas nacionales su protagonismo es apenas relativo. La gran dama del batón morado nunca pasó de roles de actriz de reparto.
Un melón alargado
El aristócrata y naturalista sueco Carl von Linée (a quien en el colegio estudiamos como Linneo) describió su taxonomía y le puso su actual nombre: solanum melongena, hacia mediados del siglo XVIII. A mí eso siempre me ha sonado a “melón soleado”, yo prefiero su castizo y sonoro nombre plebeyo, lleno de esos sonidos ásperos que da la jota.
Para quitarle lo áspero de su fruto, en todo caso, alcanza con someterla a lo que los cocineros llaman “dégorger”, esto es: cortar el fruto por el medio, salarlo y dejarlo durante un tiempo (con 15 minutos debería ser suficiente, yo la dejo un par de horas) a que transpire. Así, por ósmosis, la berenjena eliminará los líquidos amargos y se potenciará el gusto de su pulpa. Se enjuagan luego con abundante agua, se secan, y esos melones alargados quedan listos para cocinarse.
De todas las maneras en que pueden prepararse, yo prefiero una, que utilizo como base para las formas que luego pueda adquirir el plato final: una vez secas, le practico a cada mitad tres cortes longitudinales, profundos (pero sin llegar a cortar la piel), en esos tajos vierto una dosis generosa de aceite de oliva, espolvoreo con sal y un toque de pimienta, y en una asadera plana, al horno, entre 20 y 30 minutos (dependiendo del tamaño del fruto). Luego se retiran y se dejan enfriar. Con esa base se pueden preparar una docena -o más- de creativos platillos mediterráneos.
Una “mezze” cordobesa
Las “mezze” son los aperitivos, tan populares y extendidos en las cocinas de Oriente Próximo que, en muchas casas (y en muchos restaurantes) suelen, por su variedad y cantidad, llegar a reemplazar a los platos principales. Como la cocina es un ambiente de libertad creadora, yo me puse a armar un tentempié levemente oriental en Nueva Córdoba.
Venía mi amigo Emanuel Rodríguez, que había hecho la extraña excepción de detener por una noche la seguidilla de exitosísimos shows que lo llevan, desde hace algunos años, a los escenarios más remotos del mapa argentino. Hace tiempo, antes de que fuera la figura famosa que es hoy (con la que quieren fotografiarse hasta los deudos en los velorios) lo fui a ver una tarde a su casa de las sierras: vivía por entonces en una idílica cabaña de quebrachos colorados y piedras calizas, en Agua de Oro. Cuando llegué, estaba amasando para mí un pan casero (Emanuel viene de tradición panadera y riojana) que le salió exquisito y que nos lo comimos entero, con una pasta de paltas y quesos crema. Aquel pan instauró una tradición pequeña, de amigos: cuando nos vemos, el que recibe le ofrece al visitante un platillo amasado y horneado. El pan y el vino siguen siendo, como desde hace milenios, pasaportes de entrada a momentos de disfrute compartido.
Total, que le amasé un hojaldre liviano, de dos capas. Había horneado mis berenjenas como lo acabo de describir; les quité la piel morada (es fácil pelarlas una vez frías), las corté cruzando dos cuchillos en un bowl (para que quedaran trocitos pequeños, sin convertirse completamente en puré); agregué dos ajos picados y sazoné con ají molido, una punta de comino, y corregí la sal.
Corté mi masa hojaldrada en cuadrados de 15 por 15 centímetros, extendí la pasta de berenjenas sobre ellos, crucé un bastón de mozzarella en el medio, los enrollé y pasé el rollo de masa por semillas de sésamo. Al horno, precalentado, 12 minutos. Quedaron estupendos.
Cuando llegó Emanuel se los serví tibios, con una botella de Merlot Rosé a dieciocho grados. “Estupendos”, coincidió, en efecto, el showman; pero agregó una nota crítica: para la próxima, que en vez de mozzarella el bastón del medio sea más contundente: un sardo, o un reggiano. Se anota, las recetas con la dama de batón morado siguen extendiéndose.