“Cocinar es como escribir” ¡Cuántos hombres y mujeres dedicados a las letras han habilitado un espacio destacado a la cocina! Se podrían hacer diversas taxonomías, ingeniosas y entretenidas; una clásica podría ser una clasificación temporal, cronológica, histórica. En una de ese tipo, nuestro “Martín Fierro” tendría que funcionar casi como un proemio, una anticipación de la cocina antes de la cocina, cuando los asados con cuero, a las brasas y en el medio de la Pampa conformaban el centro del yantar, cantado por Miguel Hernández casi con nostalgia, desde los bordes de una época que se va, que ya se mira como tiempo pasado. Aunque, dejando de lado lo estrictamente cronológico, podríamos hacer otro agrupamiento. Por ejemplo, quienes escriben sobre platillos que han creado, o compartido, o comido. También podría armarse un listado de aquellos escritores que hacen comer bien a sus personajes, en sus cuentos y novelas. Como las historias de Agatha Christie, que sólo lograba resolver algunos casos complejos luego de tomarse su británico té de las cinco de la tarde con una fuente llena de “scons” (a los que, a pesar de la enorme carga de manteca de su masa, untaba, aún tibios, con otra buena capa de manteca extra). O de la venganza hacia la sosa comida de su país que Mrs. Christie se toma, mediante el exquisito paladar belga de su famoso detective Hércules Poirot.
En el otro extremo, podríamos relevar la sublimación de la cocina criolla y de la costa del Pacífico que Pablo Neruda hace en poemas ya clásicos, como la “Oda a la ciruela”; o la estupenda “Oda al caldillo de congrio”, que debe ser la receta marítima más poetizada de la historia.
En esta línea y entre nosotros, el “Canto popular de las comidas”, del entrañable Armando Tejada Gómez, que inicia con aquella fórmula que, como la buena poesía, podría ser una declaración universal:
“Mi madre,
que era muy criolla,
le echaba amor/ a la olla”.
Pero hoy, de todas las posibles, hago un rescate sin criterio definido, por pura elección caprichosa: la tierna relación que establece la chilena Isabel Allende entre el cocinar y el amar en “Afrodita”, cuyo subtítulo expresa fielmente el espíritu que lo anima: “Cuentos, recetas y otros afrodisíacos”. La tesis principal de Isabel Allende es que la buena comida alienta el buen amor y el buen sexo: “Me arrepiento de los platos deliciosos rechazados por vanidad, tanto como lamento las ocasiones de hacer el amor que he dejado pasar por ocuparme de tareas pendientes o por virtud puritana”, dice, muy descocada y ya entrando en una edad en la que los fuegos de los ardores glandulares (se supone que) comienzan a atenuarse. Lo hace, sostiene, porque tanto la cocina como la sexualidad son componentes de la buena salud, de la biológica y de la espiritual. Y entonces, en el meridiano de la vida, la chilena se lanza a mezclar manteles con sábanas, y declara: “Los 50 años son como la última hora de la tarde, cuando el sol se ha puesto y uno se inclina naturalmente hacia la reflexión. En mi caso, sin embargo, el crepúsculo me induce a pecar, y tal vez por eso, en la cincuentena reflexiono sobre mi relación con la comida y el erotismo, las debilidades de la carne que más me tientan, aunque, hélas, no son las que más he practicado”.
Siguiendo su estela, van dos recetas de su madre, doña Panchita Llona, que también echaba amor a la olla, pero, en este caso, con intenciones de encender la pasión:
Pavo del harén
Se fríe en aceite media pechuga de pavo cortada en cuatro, y se le agrega un cuarto de nabo, media zanahoria, un cuarto de cebolla, medio tallo de apio, sal y pimienta. Se agrega una taza de agua y se hierve por 45 minutos con la cacerola tapada. Se retira, se cuela el caldo, y se apartan las verduras. Se remoja una rebanada gruesa de pan de molde sin corteza en la taza de caldo, y se la mezcla en la licuadora con perejil, ajo y nueces; se forma una salsa espesa aclarada con aceite de oliva, y con ella se cubren los cuartos de pechuga de pavo (alcanzan para dos cuartos de pechuga por amante), y se acompañan con rodajas de tomate fresco y aceitunas negras. Sexo garantizado.
Cóctel de camarones
Sabida es la tradicional leyenda que vincula los mariscos con la potencia afrodisíaca. Se requiere: una taza de camarones cocidos; una palta pisada con limón, sal y pimienta; una manzana mediana, pelada y rallada; media taza de salsa de tomate; una cucharada de aceite; otra de jugo de limón; una cucharadita de salsa inglesa y otra de mostaza. Se colocan, en copas anchas, el puré de palta en la base, y los camarones colgando del borde. Con los demás ingredientes se mezcla una salsa fría que se vierte sobre los mariscos, y se adorna con una rodaja de limón o unas hojas de menta. Quedaréis exhaustos de tanto sexo.