A diferencia de lo que ha ocurrido en otras latitudes, en nuestro país la gran cocina y la cocina popular permanecieron, ambas, en manos de mujeres. Hasta nuestros días, inclusive, aunque la cosa hoy ya viene más variada en cuanto al género (en parte, estimo, por el éxito de programas como “MasterChef”). Pero la nómina de las más mediáticas y recurridas cocineras argentinas está claramente dominada por mujeres, desde Marta Baines, Diana Boudourian, Emy de Molina, Mariana Rodríguez Vimo, pasando por Chichita de Erquiaga, Dolly Irigoyen, Choly Berreteaga, la querida Blanca Cotta que mencioné en la columna del miércoles pasado, y llegando a nuestra contemporánea Narda Lepes, o al fenómeno “viral” de las redes sociales de la youtuber Paulina Cocina (unos 3,5 millones de seguidores en YouTube, otros 3.000.000 de seguidores en InstaGram, más de dos millones de seguidores en Facebook, y así).
Y una mujer estuvo en la punta de línea de todas estas (y muchas otras) mujeres que han elevado los preparados alimenticios al rango de quehacer artístico, de centro de la cultura: Petrona Carrizo. Ella fue la primera, la fundadora de la tradición de la cocina mediática en la Argentina, en los albores de tres grandes fenómenos que cruzarían el siglo XX, que fue el suyo: la conversión de los aparatos para cocinar, desde la leña tradicional al gas; la masificación de la televisión, con un aparato en cada hogar; y el salto de la tradición oral en la transmisión de las recetas culinarias a los compendios editados en libros. En los tres fue precursora, adelantada y fundadora.
Petrona Carrizo murió en 1992, a los 95 años, como mi abuela, la Cocinera Jefa del ejército de chef de mi familia. Y ambas, mi abuela y doña Petrona, hicieron gala de un transcurso vital exprimido al máximo, con el goce y el disfrute de los pequeños placeres cotidianos como Norte magnético. De mi abuela, doña Josefa, cuando ya había pasado los 90, puedo dar testimonio de, por ejemplo, dos chorizos en grasa, fritos junto a un par de huevos y media cabeza de ajos, cenados en un día cualquiera de la semana, asentados con un vaso colmado de vino dulce (moscatel, mistela o garnacha). Al día siguiente de semejante ingesta de calorías, grasas y azúcares se levantaba sin la menor molestia, y le dedicaba la cotidiana hora a sus ejercicios de yoga (yo nunca llegué a apoyar las palmas de las manos en el suelo sin flexionar las rodillas, cosa que para ella era tan natural como saludar). Por parte de doña Petrona, son antológicos sus también colmados vasos de whisky nocturnos, usualmente acompañados con un grueso y contundente puro cubano (fumaba Partagás, o Montecristo número 5, que requieren una hora larga para consumirse). Ambas, además, siguieron cocinando y disfrutando del placer de un plato bien hecho mientras sus esqueletos las sostuvieron.
Petrona Carrizo tuvo el mérito agregado de llegar universalmente, tanto a los hogares argentinos de una forma masiva, como -incluso- a cocinas tan alejadas de nuestra cultura como la eslava. Su libro fue el más vendido del país durante años y años, superando a todos los escritores nacionales y extranjeros, y siendo sólo superado por la Biblia, que, por alguna extraña razón (o sinrazón) sigue siendo el libro más vendido del mundo. No tengo pruebas, ni tampoco dudas, de que debe ser asimismo uno de los menos leído.
A diferencia de la Biblia, en todo caso, a doña Petrona la leía todo el mundo. Y además de leerla, comenzaron a escucharla. Y luego, junto con leerla y escucharla, comenzaron a verla (aunque sólo en blanco y negro), y el fenómeno fundante de la cocina popular mediatizada terminó de tomar forma.
Cocina criolla, criollaza
No es casual que Petrona Carrizo haya sido santiagueña, de tierra adentro. Santiago del Estero y las provincias del Norte y del Noroeste argentino han conservado la rica mixtura de la tradición española mezclada (y adaptada) a los elementos autóctonos, creando en la intersección de tradiciones, posibilidades y necesidades esa cosa un tanto indefinida, pero reconocible, que denominamos “cocina criolla”. Petrona nació en La Banda, en 1898, y por un puesto no estuvo en condiciones de ser ahijada presidencial (le hubiese tocado el insípido José Evaristo Uriburu): fue la sexta de siete hermanos. Aunque, como aquel todavía era un tiempo exacerbadamente masculino, tampoco hubiera podido haber tenido al Presidente de padrino de bautismo, porque tal merced estaba reservada al séptimo hijo varón.
En todo caso, Petrona se metió pronto en la cocina de su madre, doña Clementina, y de ella fue aprendiendo los secretos de las ollas y las sartenes. La leyenda, sin embargo, no sigue a la historia oficial: los lugareños memoriosos sostienen que el aprendizaje inicial de Petrona no se debió a una dedicación temprana al arte culinario, sino que fue una estrategia amorosa: doña Clementina le enseñó a amasar hojaldres para invitar pastelitos dulces a los chicos santiagueños que la cortejaban.
Las lecciones prácticas y las recetas de doña Clementina Carrizo, de todas maneras, le sirvieron a la joven Petrona para conseguir su primer trabajo, en los fogones de la Estancia Quebrachitos (hoy ya es un pueblo), al Norte de la laguna de Mar Chiquita. En la estancia la novel cocinera se agenció marido (aquellos hojaldres eran, se ve, muy efectivos), pasaje a Buenos Aires, y el apellido con que la registraría la historia: el que le dio Atilio Gandulfo.
Ya en la capital, los ingresos de Atilio no eran suficientes como para parar la olla (“guiño-guiño”), así que la santiagueña se arremangó y salió a la calle, apelando a eso que había aprendido a la vera de doña Clementina. En la calle se encontró con el otro síntoma de su tiempo que mencionamos arriba: con el boom de las cocinas a gas. La Compañía Primitiva de Gas se empeñaba a fondo para convencer a las amas de casa argentinas que este invento revolucionaría sus comedores; y en una hábil campaña de marketing puso a la santiagueña a cocinar en las puertas del Bazar Dos Mundos en una enorme mole de hornallas y de chapas enlozadas, tan grande como las antiguas cocinas a leña, pero esta alimentada desde una portátil garrafa de gas. Seguramente aquellos protopublicistas de la Compañía Primitiva de Gas no eran conscientes de que acababan de crear un mito.
Se publicó su primer libro, “Doña Petrona, la cocina y el gas”; en los años 30 la santiagueña dio el salto a la radio -con programas en los diales de Excelsior y de radio El mundo-; a las revistas femeninas -como El Hogar-; y finalmente, en los primeros años 50, a la televisión en el viejo Canal 7. Una década más tarde se instalaba en su programa estrella, “Buenas tardes, mucho gusto”, que tendría emisiones tres veces por semana y que se mantendría en pantalla por más de veinte años.
La edición original de su enciclopedia apenas superada en ventas por la Biblia, El libro de doña Petrona, es de 1933. El ejemplar que gobernaba el primer estante de la bibliotequita culinaria de mi casa natal era una edición posterior, pero de un año icónico: 1945. Un dibujo a tinta (o una foto retocada con acuarelas) mostraba en la primera página el rostro joven de la criolla, el cabello negro, largo, recogido en una trenza peinada sobre la frente; lo que de ese retrato se mantuvo hasta la “Doña Petrona C. de Gandulfo” de las docenas de reimpresiones posteriores fueron los labios y la sonrisa. De esa edición compartiré un par de recetas el miércoles que viene, parbleu!
Culinarias cordobesas
Unos amasan, otros dan maza
El miércoles pasado comentaba en este espacio el beneficioso “revival” que está viviendo la buena pizza, una alegría y una buena noticia para todo el sector de las comidas al paso, con el rescate de recetas tradicionales, otras innovadoras, todas de alta calidad. Un panorama que, a vuelo de pájaro, considero extendido y en extensión. Pero no es oro todo lo que reluce: lamentablemente hay quienes aprovechan esa renovación para vender gato por liebre.
El sábado 12 de marzo recibí la visita de mi amigo Alfredo, un importante periodista del diario Clarín; hicimos el transcurso de la Universidad juntos, pero él hacía largos años que no pasaba por Córdoba; mientras nos tomábamos unos whiskies en casa conversamos sobre la recuperación popular de la “divina masa”; recordando viejos tiempos me propuso que nos llegásemos hasta alguna de las “Luis” (San o Don) de la General Paz, pero, ya que no lo conocía aún, le ofrecí darnos una vuelta por el remozado Barrio Güemes, nuestro SoHo cordobés. Alla fuimos.
Tras caminar Belgrano arriba y abajo entramos a una galería; al fondo, tras subir una escalera bordeada por las puertas de hierro de unos antiguos hornos de panadería, un corazón de manana con mesitas y sillones de bar en un suelo de piedras sueltas: daba toda la impresión de ser el lugar óptimo para la tan comentada pizza.
La experiencia, en cambio, fue triste: una masa artificial, salida del freezer unos momentos antes; una salsa de tomate más barata aún (de puré de botella de litro, apenas cubeteado en aceite); la muzzarella inexistente; el roquefort (ponele) diluido en leche. Fría, además. En fin, un despropósito. Y una nota final, para completar el cuadro: mi amigo quiso pagar y pidió el ticket, se negaron a dárselo. Lo reclamamos. Llegó el dueño. Dijo que para un comprobante de consumidor final debía tomar el nombre del cliente, su número de CUIT, y su correo electrónico, adonde tal ticket sería enviado. Mi amigo Alfredo no se amilanó: les anotó sus datos en el papelito trucho de la orden de pedido, que era todo lo que querían darnos. Hasta este momento sigue esperando que le llegue el mail con el ticket de la consumición de la pizza congelada y desangelada.
Una lástima que el esfuerzo de tantos emprendedores gastronómicos sea opacado por unos pocos. Si andan por Güemes, fíjense bien: a pesar de la pinta del patio, a veces es mejor pasar de largo.
Opinión: Mejor pasar de largo
Calificación: Un carozo de aceituna (medio mordisqueado)