Casi

Por Giselle Aronson

Casi

A las ocho y cinco del fin de la tarde, Paula entró a su casa.

Era un día de diciembre en el que el calor no perdonaba ni a los más fervorosos defensores del verano.

Se le había roto la camioneta y el mecánico no había prometido celeridad. Así que Paula, sin dejar que el malhumor se le instalara, tuvo que volver de la oficina en un taxi que no tenía aire acondicionado y sí un tapizado de cuerina que convirtió sus piernas y espalda en una superficie resbalosa de sudor.

No había contraste entre la calle y el interior de la casa. Casi la misma opresión en el aire, un tufo presionando la cabeza, un sopor que aflojaba los músculos y adormecía los sentidos. Así sufría Paula los treinta y dos grados.

Afortunadamente, en su casa funcionaban los tres aires. Encendió el del living y, una vez allí, el de su habitación.

Corroboró la limpieza que la empleada había dejado tras la mañana de trabajo. También su ausencia, Paula le había dado las llaves, meses atrás, cuando amplió el horario de trabajo en la oficina; así no tendría que estar en la casa para abrir y cerrar.

Rodrigo, de campamento, junto a sus compañeros de colegio. Era notable cómo la casa se conservaba ordenada cuando él no estaba.

Mariano todavía no había llegado. Recordó que le había avisado a media mañana que lo haría pasadas las nueve, Paula no se acordaba del por qué. Su marido le había enviado varios mensajes similares durante todo el día y ahora se le mezclaban en la memoria.

Se quitó la ropa transpirada y la amontonó en un rincón, al día siguiente la empleada la llevaría al canasto. Entonces recordó que también se había roto el lavarropas y que el fin de semana tendría que encargarse de llevar todo al lavadero. Paula odiaba los imprevistos, la desorganizaban. Si algo se alejaba de su funcionamiento correcto, ella lo vivía como un obstáculo insalvable y franquearlo le suponía una voluntad que tenía que inventar porque no era algo que surgiera naturalmente.

Buscó en un cajón del placard su bikini, no le interesaba otra cosa que sumergirse un rato en la pileta. Sabía que después de eso, el calor no sería un fastidio. Era su antídoto para los veranos, sobre todo en época laboral.

Pasó por el baño a buscar una toalla, recordaba que ya no quedaban en el quincho, tendría que reponer.

Bajó las escaleras, cruzó la casa y salió al jardín. Eran casi las ocho y media y estaba anocheciendo. Encendió las luces exteriores y también las de adentro de la pileta. El reflejo del agua imprimía un movimiento azul y sinuoso en las paredes que bordeaban el jardín. Eso la relajó.

Paula dejó la toalla sobre una reposera y comenzó a bajar los escalones de la pileta. El agua estaba fría pero iba a contrarrestar el calor excesivo que había tenido que soportar en su viaje de regreso del trabajo. Tomó impulso y aire y se zambulló sin pensarlo.

En segundos, el agua apaciguó el sopor de su cuerpo y le cambió el humor.

Se dedicó a nadar, hizo varios largos; el estilo pecho era el que más fácil se le daba. Después, se dedicó a relajarse y disfrutar del agua sin objetivos. Le gustaba descubrir las sombras que formaba su cuerpo por el efecto de las luces del piso de la pileta. Cuando la construyeron, había desconfiado de ese sistema de iluminación. La combinación de luces y agua no le inspiraba confianza pero el arquitecto se rió de ella cuando lo cuestionó y tuvo que tragarse la vergüenza. Le aseguraron que no habría problemas, que era lo que se usaba. Terminó aceptando el criterio del profesional pero un resquicio de desconfianza le quedó guardado aunque nunca se lo confesó a Mariano.

Como burlándose ella ahora del arquitecto, pisó una de esas luces. Algo parecido a un cosquilleo le serpenteó la pierna, un impulso filoso y agudo. Paula no quiso alarmarse y ahuyentó cualquier atisbo de miedo. Se consoló pensando que estaba sugestionada por el recuerdo de aquella vieja aprensión a los spots. Volvió a pisar, sólo para corroborar que lo anterior había sido una sensación falsa. Palideció. Esta vez sintió la descarga intacta, irrevocable como el dolor que ahora sentía en su pierna derecha, como un calambre, y la tensión en todo el cuerpo como un anuncio fatal.

Se desesperó. Ahora el agua estaba helada y no podía moverse, aterrada, aterida, incapaz de impulsar movimiento a sus músculos ¿Qué hora sería, cuánto faltaba para que llegara Mariano?

Calculó la distancia hasta los escalones. Demasiada, estaban en el extremo opuesto.

¿Con qué velocidad tendría que deslizarse, forzar hasta el límite sus fuerzas y trepar por el borde de la pileta? ¿Llegaría a tiempo?

Al fondo, las ventanas del quincho, oscuras, como una boca abierta y amenazante. Del otro lado, la casa, el refugio cotidiano, el alivio. En medio, Paula atrapada en una trampa acuática y eléctrica.

Afuera, el verano transcurría ajeno. Los ruidos de la calle no llegaban al jardín, el sonido suave del agua era lo único que ondulaba el silencio.

Desde la transparencia del fondo, el círculo de luz encapsulada la miraba como un ojo siniestro. La pileta se había convertido en un cíclope a punto de bramar un rayo.

El celular había quedado en algún lugar de la casa. Tampoco habría servido si hubiese estado más cerca, en la mesa del jardín, en la reposera. Pedir socorro implicaba esperar la ayuda de alguien más y eso se traducía en minutos.

En su cabeza retumbaban las palabras. Rodrigo, disyuntor, Mariano, agua, mañana, electricidad, calor, muerte. Cada palabra era un golpe, una explosión interna. No iba a ponerse a pensar en su vida, en los momentos recordados, ni los más sublimes ni los más terribles. No iba a concluir ningún balance ni repasar su historia. No tenía tiempo.

Paula estaba sola, rodeada de agua, sin más tiempo que ese instante, sin más recurso que su propia voluntad.

Todavía no estaba muerta, todavía tenía una opción.

Como entreviendo un canal, un salvoconducto ilusorio, atravesó el agua de la pileta. Sus manos se convirtieron en garras en la pared del borde, se alzó con la fuerza de sus brazos. La piel de sus piernas rasgaron la laja y sangraron pero ella no sintió dolor; luego se arrastró hasta el pasto, más allá. Lo único que la impulsaba era un instinto primitivo y furioso.

Gritó, y mientras gritaba, todo el patio y la casa oscurecieron.

Y se quedó ahí, llorando, mojada, a oscuras, como recién nacida.

 

Giselle Aronson

Escritora, Lic. en fonoaudiología, Docente. Coordina talleres literarios presenciales y virtuales desde el año 2013.

Publicó los libros: Cuentos para no matar y otros más inofensivos (Macedonia Ediciones, 2011), Poleas (Textos Intrusos, 2013), Dos (Milena Caserola, 2014), Sin ir más lejos (Macedonia Ediciones, 2014), Orden del vértigo (El 8vo Loco, 2014) , Lo que no se sabe (Modesto Rimba, 2016), En el hueco que queda (Halley Ediciones, 2018), Modos de buscar refugio (Halley Ediciones, 2019), Como si de verdad (2020) y El hábito del tiempo (Azul Francia, 2021).

Dirigió el ciclo literario “Crudo”, en la localidad de Haedo, Buenos Aires desde el 2015 al 2019.

Cuenta con publicaciones en portales y páginas web.

Sus textos forman parte de antologías y proyectos de cruces y encuentros con otras disciplinas artísticas como música y artes plásticas.

Prolífica autora, Aronson nos presenta aquí una historia llena de adrenalina en la que un factor de confort puede transformarse en una trampa mortífera. O casi.

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