No los vi hasta que estuvieron a menos de doscientos metros.
Venían del lado de la montaña, como si hubieran bajado volando. Me tomaron de sorpresa.
Justo ese día Juan se había ido temprano, a vender en Tilcara maíz y queso de cabra.
Yo me levanté con él, desayunamos en silencio y todavía a oscuras. Me dijo de acompañarlo pero preferí quedarme, quería estar un poco sola.
Me volví a acostar, miré el techo mientras amanecía. Incluso lloré un poco. No me levanté en serio hasta que empezó a calentar.
Estaba afuera, tirándole comida a las gallinas cuando aparecieron.
Eran dos, vestían hábito de fraile, llevaban la capucha baja y sandalias. Uno traía un tachito de pintura que estaba muy oxidado, colgado del cuello con una soga.
Lo sostenía de forma que no le chocara contra el pecho cuando caminaba ni se bamboleara.
Se los notaba cansados. Tenían cara de gente buena pero ruda, muy trabajada por la intemperie y las preocupaciones. No eran de por acá.
Me aseguraron que no me iban a hacer daño y me pidieron permiso para sacar agua del pozo. Solo uno habló, el otro no pronunció palabra.
Les alcance el balde y sacaron agua. Se tomaron casi un balde cada uno. Se mojaron la cabeza y se sacaron las sandalias.
También me llenaron las ollas vacías que estaban al pie del pozo y que yo iba a necesitar para la comida, aunque no se lo pedí.
Noté que el que llevaba el tachito cada tanto miraba con aprensión hacia el camino que llevaba a nuestra casita, como si esperase ver aparecer a alguien.
Con mucha reverencia secaron con el borde de los sayos el tachito oxidado, que se había salpicado.
El que no llevaba nada agradeció. Hablaba como hablan en los libros.
Seguro notó mi curiosidad porque charló en voz baja con el otro monje, que de repente me miró con enojo y apretó más el tachito, como si yo fuese a pedírselo.
Me sentí muy incómoda pero no me moví. El que si hablaba me dijo
–Mujer tú saciaste nuestra sed y yo voy a saciar tu curiosidad.
Con un gesto ampuloso le dijo al otro:
–Enséñaselo.
El del tachito, sin sacárselo del cuello, retiró la tapa, que era a presión. Dentro había líquido. Me acerqué más. Olía como alcohol. El monje lo inclinó un poco: el líquido se retiró; dentro flotaba un corazón. Un corazón pequeño.
Un corazón de niño.
Nunca había visto un corazón de niño pero supe que era eso.
Y el corazón latía. Arrítmicamente. Muy espaciado latía. Suelto. Sin estar dentro de una persona.
El monje lo cerró al ver mi cara.
–No mujer, no te asustes. No es brujería. Es algo muy hermoso. Es algo que el mundo ha visto poco. Es algo sagrado. Nosotros lo estamos cuidando.
No atiné a decir nada. Ni una palabra.
El monje del tachito por fin habló.
–Tenemos que irnos. Descansamos pero perdimos demasiado tiempo. Vamos. Nos alimentaremos por el camino. Habla con ella –y empezó a caminar
El monje simpático me dijo en voz baja:
–Es muy joven. Aún no se relaja. Pero tiene razón, tenemos que irnos ya. Puede ser que llegue gente a preguntar si nos has visto. Pueden ser enemigos nuestros o, muy improbable, amigos. En cualquier caso haznos el favor de ocultar nuestro paso, si eso no te pone en peligro. Te estamos muy agradecidos.
Por fin pude hablar, estaba alterada:
–¿Y cómo voy a saber si son amigos o enemigos de ustedes? ¡Cómo voy a saber!
–No te descompongas mujer. Te darás cuenta. O mejor no digas nada. No hables. No quisiera ponerte en peligro porque…. Porque… –se calló y me miró confuso.
Se me acercó y me tocó suavemente el vientre. No intenté detenerlo. Su cara cambió varias veces de expresión, como cuando el viento golpea las ramas.
–Dios mio mujer, perdona. Estoy perdiendo mis percepciones o el peligro me está embotando. Debí darme cuenta cuando llegamos. Estás preñada. De pocas semanas.
Mi periodo no había venido aún pero lo venía atribuyendo a mi irregularidad.
–Toda vida es preciosa. Cuídate y cuídala mujer. Sobre todo y sobre todos.
No supe qué decir. Pensé en Juan, que aún no quería niños. Por dentro sentí un calor atronador y no me hizo falta nada más para confirmar que estaba embarazada. Como mi madre y antes mi abuela. Y mi prima Luisa.
El monje ya se apresuraba para alcanzar al del tachito que saltó la cerca y se internaba en el pedregal, como yendo hacia el río, pero a campo traviesa, que es un terreno complicado.
–¡No es por ahí! –les grité– ¡Ese no es el camino! ¡Tienen que tomar el camino ancho que sale a la izquierda! ¡Por ahí se van a meter al monte y después al río!
–Si. Ya sabemos –gritó el monje, se dio vuelta y me miró con cara divertida, como pidiendo disculpas; como si estuviera actuando, pero no solo él si no todos los seres vivos –Recuerda cuidarte y no le pongas nombres raros. ¡Va a ser un varón!
Y como si fuesen una película acelerada se perdieron muy rápido de vista. Corrían o volaban, no sabría decir.
Me quedé mirando un rato largo cuando ya no se los veía, aturdida por la noticia.
Tenía que ir pronto al doctor para que me revisara. Primero tenía que encontrar un doctor que trajera niños al mundo. Tenía que hablar con Luisa para que me aconsejara.
Todo iba a cambiar. Juan tenía previsto volver a la tarde.
Pensando en esto ni me di cuenta que el cielo se oscurecía.
Primero sentí que el suelo temblaba. Luego vi la polvareda por el camino. Supe que no era Juan. Ni diez camionetas levantan tanto polvo.
Eran hombres a caballo. No llegaba a ver cuántos. Traían con ellos una especie de bandera que aún a la distancia sobresalía a gran altura. Muy muy alta. También podía pasar por un rastrillo. Parecía que raspaba el cielo.
No supe por qué, pero se me encogió el corazón. Después si lo supe.
A medida que se acercaban la tierra parecía que se iba a quebrar.
Serían unos quince a caballo y vestidos con una mezcla de ropas de distintas épocas; todos llevaban casco y capa. Como caballeros antiguos. Estaban armados con espadas, con lanzas; algunos con armas de fuego antiguas, de las que se ven en las películas, otros con ametralladoras, algunos tenían ristras de balas. Lo que había creído una bandera era una cruz, tapada con una especie de manto rojo muy sucio. El que la llevaba era gigantesco, tenía un casco moderno, de motorista; era el único.
A pesar de que quedé paralizada parecieron no darse cuenta de mi presencia. Sin pedir permiso sacaron agua del pozo para beber ellos y los caballos; también mataron algunas gallinas.
Uno, más alto que el resto, parecía ser el jefe. En el rostro casi oculto bajo el casco se le adivinaban, además de pequeñas cicatrices, unos ojos duros como escarabajos verdes. Daba las órdenes, secas y cortas. No hablaba castellano.
Ladró algo. El que llevaba la cruz le hizo una seña a otro que, sin desensillar, se acercó y le pegó un tirón al trapo rojo que cayó al suelo.
No pude evitar un gritito. En la cruz estaba clavado un niño, un niño de no más de ocho años. Desnudo y sujeto con clavos, no atado; la cabeza caída sobre el pecho, bamboleándose. Lo oí quejarse, o creí que se quejaba. Dude de mí.
No estaba muerto y sin embargo tenía una gran herida a la altura del pecho, donde debería estar el corazón, que permitía ver el interior del cuerpo negro y mojado pero vacío; sin corazón. La herida era demasiado grande pero no sangraba, y el niño aún sollozaba.
Era para volverse loca.
Uno de los soldados mojó un trapo y se lo acercó a los labios al niño crucificado que bebió con fruición. Repitió una vez más y fue entonces que el niño levantó con dificultad la cabeza y me miró.
Solo por eso el que llevaba la cruz reparó en mí y me señaló sin decir nada. Al unísono todos se dieron vuelta hacia donde estaba yo.
Sentí miedo, mucho miedo. Por mí, por Juan y por mi vientre.
El que le dio de beber al niño desmontó de un salto, maldijo y se vino hacia mí desenvainando una espada curva, creí que me mataba pero por suerte el jefe le gritó algo y se detuvo. Se volvió al caballo dando tajos alrededor con la espada.
El jefe terminó de beber, mojándose toda la armadura y se paró delante de mí, que seguía inmóvil, aunque quería correr y esconderme. Me miró como si me desnudase hasta el hueso. Y sin embargo no había mirada en sus ojos, solo vacío; casi podía sentir un viento putrefacto y frío subiendo de ellos.
Me gritó en varias lenguas haciendo gran esfuerzo facial, como si articular sonidos le costase, como alguien no acostumbrado a hablar. Yo, cada vez más asustada, solo movía la cabeza para indicarle que no le entendía. Por fin probó en español.
–¿Me entiendes ahora? ¿Entiendes algo de lo que digo?
Asentí.
–Quiero saber si han pasado por aquí dos monjes. Uno de ellos lleva un cofre atado al cuello y no lo deja nunca.
Recordé lo que había dicho el monje. Quise ayudarlos pero no me salió bien.
–Si, si pasaron por aquí …ayer. Ayer por la tarde.
–¿Ayer? ¿Estás segura?
–Si si…fue ayer en la tarde, antes de que se pusiera el sol.
Se quedó en silencio un momento. Hacía un ruido como de un millón de moscas, como si él estuviese lleno de un millón de moscas. Se mezclaba con el jadeo del niño crucificado. Dijo para sí, ni siquiera para los otros hombres.
–Creí que estaríamos más cerca.
Volvió su atención a mí.
–¿Y por donde se fueron? Y no me mientas.
El corazón se me cayó a la pelvis pero hice un esfuerzo.
–Por allá –señalé el camino que pasaba frente a nuestra casa– se fueron por allá. Me preguntaron por un pueblo así que seguro fueron para Tilcara.
Fue una mala idea. En Tilcara estaba Juan. De todas formas el jefe no pareció creerme. Se acercó un poco a mi husmeando como haría un perro, husmeo a mi alrededor. El ruido de moscas encerradas en un frasco era impresionante.
–No puedo saber si mientes o no. Hay un olor que interfiere con el tuyo. Es un olor que hace mucho tiempo que no siento y sin embargo me es familiar. Me fue familiar.
Dio un par de vueltas más alrededor mío, siempre oliendo. Yo también pude sentir su olor: a sudor, a metal, a aceite. Se detuvo, parecía confundido.
–He sentido ese olor hace mucho mucho tiempo. Vas a tener cría mujer. Estás preñada.
Dirigiéndose a sus hombres gritó:
–¡¡La humana está embarazada!!!
Un sonido grave como un gruñido subió de los soldados, como un trueno amenazador. Incluso agitaron en lo alto al niño crucificado. Sentí que cada músculo de mi cuerpo vibraba y me dolía.
–¡Basta! ¡Basta! ¡Ella no importa! Los que seguimos pasaron por aquí ayer. Estamos cerca de alcanzarlos y cerrar La Puerta. Monten todos, malditos y vámonos. La recompensa está cerca.
Al de la cruz, que intentaba cubrir de nuevo al niño crucificado le dijo, todavía en castellano.
–Ni lo tapes, todo termina en breve.
Fue el último en salir, desde arriba del caballo me dijo.
–No fue una buena idea la tuya mujer. No es buen momento para tener cría. Es una lástima –en este punto me hizo acordar a mi hermano, ya muerto, por la familiaridad con que me hablaba.
Al instante siguiente cambió el tono. Dijo, severo, mirando intensamente mis ojos.
–Espero que no me hayas mentido porque eso tendrá consecuencias.
Y se fue por el camino de Tilcara, detrás de sus hombres. Cuando se alejaron el aire volvió a purificarse.
Eso fue anteayer.
Desde entonces el cielo ha seguido oscureciendo, como sangre coagulada. Los animales desaparecieron, no sé cómo; no sé dónde se fueron pero ya no se escucha ni un pájaro. Nada.
Tampoco volvió Juan. Era una posibilidad que si se le hacía tarde se quedase en Tilcara pero ya van dos días y no aparece. Del lado de Tilcara se ve un humo espeso, como si algo muy grande estuviera prendiéndose fuego.
De todas formas ya no me urge ir al médico.
Anoche lo perdí. De repente sentí un dolor intenso, fui al baño, me acuclillé y salió. Se escapó. Se liberó.
Alcance a separarlo, no sin esfuerzo, antes que desapareciera. Un coagulito. Hoy lo enterré metido en una latita de atún. Ni lo lleve al cementerio, lo enterré en el patio. Me siento culpable. Intenté hacer lo mejor, lo que en ese momento me pareció lo mejor. Ahora en los oídos siento todo el tiempo el zumbido de moscas.
El cielo, encima mío, también parece haber terminado; solo quedan los restos. Como una piel vieja; entristece. No puedo despegarme de esa sensación.
Alejandro Jallaza
(Córdoba, 1970)
Ingeniero en Sistemas. Escribe la columna Libros rechazados, para Hoy Día Córdoba. Es integrante del Círculo de la Serpiente. En 2016, su texto Cuento con gata ganó una Mención en la Tercera Edición del Concurso de Narrativa Microrrelatos.
Una mujer sale al patio y tiene dos encuentros con extraordinarios seres, que aparentan tener un conflicto entre sí. Mientras tanto, en su vida habrá grandes cambios. Jallaza –miembro del misterioso Círculo de la Serpiente– nos entrega hoy una narración de giros inesperados.