Panóptica

Por Pablo Yoiris

Panóptica

Toco Cam, On Demand, Channel Six, Play. Ahí está.

Tuve que rogarle a Pablo porque él entiende de estas cosas. Loca, me dijo al principio. Medio en broma. Yo me intimidé o fingí hacerlo. Me puse triste. Fingí de nuevo. Entonces él aceptó.

Las cámaras entran a la perfección dentro de los botones de la ropa de Fede, hay que mirarlos muy de cerca para darse cuenta. Tus pequeños ojos salvadores, dice Pablo sin tomárselo muy en serio. Sí, admito para mis adentros, recordando aquello que alcancé a oír en mi niñez, escondida de la mirada de los adultos reunidos. Salvadores. Por entonces no captaba todas las palabras, hablaban rápido cuando se tocaba el tema. Pero me quedó en la cabeza una en especial, me la acordé porque sonaba raro. Investigué como pude y descubrí que era una palabra que se refería lateralmente a algo que en realidad no tenía nombre. Estos recuerdos y otros parecidos se fueron enquistando así, sin querer, y yo los rellené de sentido a mi gusto, solitaria, callada, tragando bolas de aire. Desde entonces me miro. Miro y pienso mi cuerpo. Cómo quisiera, pero no, aún hoy no encuentro nada de qué preocuparme. Me miro desde los diez, los quince, los veinticinco. Todavía lo sigo haciendo.

Cuando le hablé por primera vez de las camaritas a Pablo él trató de disuadirme, se puso psicológico, mencionó la palabra indicios. Mastiqué arena y tragué.

Claro, él sabía. Era el único en saber esa palabra de mi boca. Acordamos: no es para tanto, pero bueno. Cómplices. Fede despierta, confirma el mundo con tres ojos y uno de ellos, que estaba abierto de antes, va a dar a mi teléfono. Mi teléfono es como una réplica a escala de Dios. Aprendí a usar sus funciones por él, por Fede. En Dios nunca creí, al menos eso me dijeron siempre.

Un día salimos con Pablo. Fuimos al teatro. Me arreglé lo mejor que pude y estrené un perfume importado que él me había regalado hacía mucho, para uno de mis cumpleaños. Interpretaban una ópera de Mozart, Cosi fan tutte. Nos sentamos en las últimas butacas (yo solicité esa ubicación cuando hice la reserva).

Detrás mío había una pesada cortina bordó y gracias a su cobijo pude sacar la pantalla, conectar el auricular y verlo y oírlo a Fede, sin molestar a nadie. Estaba despierto, sonriente. La niñera esa noche fue cariñosa con él, jugaron. Se la notaba descansada. La mano de Pablo presionó mi brazo a la hora y media y supe que la obra había terminado. La cámara mostraba un fragmento estático del techo. Fede dormía. Por los auriculares llegaba su respiración profunda y me hacía imaginar un inmenso océano.

Adoro la música clásica. En casa siempre se escuchó música clásica, hasta el accidente de mis padres. Yo tenía cinco. Entonces seguí viviendo con mis tíos, un tiempo. Después no me acuerdo. Viví entre desconocidos que me aseguraban que iba a estar bien. En mi cabeza, por suerte, siguieron sonando las melodías de Liszt. Mi vida tiene una banda de sonido, triste pero protectora. Pablo es ingeniero y a él también le gusta la música clásica. Eso nos unió. A mí me dio confianza, Pablo. Luego sentí amor. Y fue comprensivo: instaló las camaritas en la ropa de Fede. Primero en la ropa de bebé, después en el guardapolvo del jardín, en sus camisas para ir a los cumpleaños.

Trabajé hasta hace poco en un estudio jurídico. El tema del teléfono, que tiene zoom, que no pestañea, terminó provocándome problemas de concentración y cometí algunos errores inadmisibles. No me echaron porque saben que soy buena, solo sugirieron que me tome un descanso. Creo que esto fue el desencadenante. Objetos cortantes surgieron y se instalaron en mi boca al llegar a casa. Mal, dejarlos seguir para abajo. Sangrado. Pablo me lo pidió con una ternura que no existe, pero igual. Me dijo imagináte cuando tenga quince, qué vas a hacer. Cuando tenga novia y le esté por dar un beso. Cuando sea padre.

Hasta cuándo, preguntó, y en su pregunta creí oír como una súplica, como una despedida, y sí, también mi propia voz. No pude tragar, pensé en la muerte. Liszt quedó suspendido en un mute involuntario e imaginé una parábola de la muerte hecha a mi medida. Pensé en un ser que retrocede en el tiempo hasta llegar de vuelta al útero. Un embrión camino a desaparecer, unido a un cable. Un cable que lo conduce a su placenta negra, rectangular.

Hablamos, una vez más. Y fuimos de la misma opinión. Es que lo vemos tan bien a Fede.

Ficus

Lee con los codos apoyados en la mesa una novela extensa, La montaña mágica. Da vuelta una página pero la mirada sigue fija en el mismo punto, indeterminado, los dedos enmarañando su pelo. Su pequeña hija está en la ciudad vecina, a cincuenta kilómetros de distancia. No tiene espacio en el nuevo monoambiente, no hay espacio de ningún tipo, así que la llevó para que pase los días que le corresponde estar con él a la casa de la abuela. Regresó apesadumbrado y triste. Llegó y se sentó a leer.

A las doce de la noche los pequeños ruidos lo distraen. La lectura se vuelve intermitente y deviene en una experiencia tediosa. Los alemanes y su abominable erudición, llenando miles de páginas sin permitirse que falten ideas en un solo párrafo. Y pensar en lo conveniente que sería usar todo ese tiempo, el que le insumirá terminar de leer esa novela, en ponerse a estudiar para terminar su carrera. Con lo poco que le falta.

A su derecha está la cámara profesional que compró hace poco. Su hija le señaló con su mano ansiosa la que le gustaba. Compró otra. Pone la cámara sobre el libro y la enciende para seguir explorando sus funciones, beneficiado por la analgesia que provoca la tecnología sobre los varones adultos. Pasa las fotos tomadas hasta el momento. Un apareamiento de moscas difícil de captar sin perder el foco, de perfil, quietas como posando. La amplía y se regocija comprobando el poder del zoom mecánico. Mega-píxeles. Términos tan abstractos e incomprensibles y sin embargo terminan resultando familiares, como libro, como noche. Son moscas de esas que parasitan el calor artificial y húmedo de las casas en invierno. Acopladas. De perfil. Verdes, con pelos y ojos como metálicos. Las usó de modelo vivo para constatar las promesas de la función macro.

Su hija hizo una mueca de asco al ver esa foto y comenzó con sus preguntas, y esto desembocó en su debut como padre para explicar el concepto del apareamiento y su vinculación con el milagro de la vida. Pudo explicarlo, lidiar con el espectro mental de su ex insultándolo por ser un animal, salir del apuro. Pero no como le hubiese gustado. No así, con la guardia baja. Sabe que ahora con la abuela estará jugando y sintiéndose la reina de la casa. La casa en la que él mismo tuvo ocho años, hace tiempo. La misma casa. Las dos solas, abuela y nieta, y la enorme casa sólo para ellas. Observa las últimas fotos que habían sacado y la apaga.

Le llama la atención el polvillo que se asentó sobre las hojas del ficus que tiene a la izquierda, plantado en una maceta mediana. Algunas de sus ramas se apoyan sobre el vidrio empañado de la ventana. Poca luz para tomar una foto de cerca, piensa, y se da cuenta de que el arbolito está torcido. El tronco creció y desenterró la varilla que le había atado a modo de tutor. Con un paño húmedo le lustra las hojas. Amarra el tronco otra vez, lo estudia desde distintos ángulos para comprobar quedó derecho y retoma la lectura.

Increíble que exista la paciencia, la sabiduría, para escribir algo así. Hoy ya nadie escribe de esta forma. Pasa a la página setecientos ochenta y cinco. Si uno sale de estas lecturas hasta con mejores modales, aunque mejor sería terminar la carrera, que hasta su hija se lo está pidiendo. Su hija, que no quedó contenta en la casa de su abuela, que algo sospecha aunque no haya nada que sospechar. Todo está sobre la mesa. Busca recomponerse recordando que sólo serán dos días, que luego volverá a buscarla y que todo seguirá igual. Pero son dos días fuera de programa, dos días en los que nadie, salvo la abuela, está en condiciones de cuidarla con la responsabilidad de un adulto. Y este precioso tiempo. Mejor usarlo para estudiar, no para andar pensando en cosas que desembocan en ese tipo de angustias que luego no remiten con facilidad. Estudiar, en vez de malgastar el tiempo leyendo novelas inteligentes, sacándoles fotos a las moscas, enderezando arbolitos.

El ficus. Mira hacia allí otra vez porque algo fuera de lo común se acaba de insinuar detrás de él, precisamente sobre el vidrio. Corre la maceta y queda inmóvil. Al ser movidas mientras las limpiaba, las hojas gruesas y puntiagudas de la planta, como si fueran púas de un mecanismo diseñado para la tortura, dibujaron sobre la ventana empañada un complejo mosaico de curvas, líneas y puntos. Se pasa la mano por la frente y baja de la silla hasta quedar acuclillado junto al vidrio. Está en presencia de signos, algunos de los cuales configuran las letras de nuestro alfabeto.

A juzgar por el ridículo paso del tiempo en la noche solitaria, de los minutos que serpentean, trazan espirales, avanzan y retroceden, considera que vale la pena buscar algo ahí, algún mensaje. Y lo encuentra. De izquierda a derecha, cuatro letras se ordenan a una misma altura sobre la ventana. Vení, lee.

Vuelve a colocar la maceta en su lugar y piensa en telefonear. Cierra el libro con los ojos humedecidos. Es tarde ya.

 

Pablo Yoiris

(Capital Federal, 1972). Escritor y docente radicado en la Provincia de Río Negro. Tiene tres novelas publicadas: “Los buscamuertes”, Ed. La Letra Eme 2014 (Finalista del premio BAN! – Morena Films, Películas de Novela 2014); “Resnik”, Ed Planeta 2015, (Premio «Medellín Negro 2015”) y “Usted está aquí”, Ed. Raíz de Dos (Premio “Córdoba Mata 2015”).

Pablo Yoiris es uno de los más destacados representantes del género negro en la Argentina. En Panóptica, nos relata la cotidianeidad de una madre algo sobreprotectora con su bebé, un bebé muy especial. Ficus, por otra parte, una situación de procrastinación, a mitad de camino entre la lectura y el divague, es interrumpida por un misterioso mensaje.

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